Omella delante de su cuadro en la galería de Presidentes de la Conferencia Episcopal
Amigo y paisano Juanjo, mira si nos conocemos, que desde el principio sentí tus dotes toreras, esas que has confesado en tu despedida. Nos confiesas con el corazón en la mano, que si no te hubiese empujado Dios hacia el sacerdocio, hubieses sido torero. Y creo que dejas entender que la mejor manera que tendríamos de recordarte tus paisanos, sería colocando tu efigie cardenalicia junto a la de nuestro paisano Nicanor Villalta, el Manolete maño.
Cuenta, Juanjo, con que sacaremos de su letargo a la comisión que se organizó para erigirte un monumento digno de ti y del pueblo que te vio nacer. Porque, mira, amigo, lo que necesitábamos tus paisanos era otro torero de talla: pero no en los ruedos, sino en la Iglesia. Pero me temo, Juanjo, que el toreo ofrece mayores oportunidades de triunfo que la Iglesia. En el toreo eres tú solo, según tu genio, sin jefe que te diga lo que tienes que hacer. La cosa se solventa entre Dios y tú. Bueno
, y el toro.
En la Iglesia, en cambio, ya puedes estar en lo más alto, que es donde has llegado tú: nada menos que al cardenalato. Pero si tienes un jefe de los que quiere estar en todo, ya puedes ir renunciando a tu alma torera. Momentos ha tenido la Iglesia en que voluntarios armados de valor, sobre todo de valor. han tenido la oportunidad de lanzarse al ruedo. Y han prosperado. Pero te han tocado tiempos, Juanjo, en que la Iglesia les veda el paso a los espontáneos. Son tiempos en que a la Iglesia no le van los toreros.
Mira, Juanjo, hay dos cosas que me han impresionado de tus últimas declaraciones: proclamas que eres un hombre de fe, en un tiempo en que hay infinidad de cardenales, obispos y curas que ya no sabes en qué creen: porque hasta se confiesan ateos. Dicen no creer en Dios. Es un alivio para un católico, tener la certeza de que su obispo (además, cardenal) es un hombre de fe. La otra cosa que no por conocida me impresiona menos, es tu empecinamiento en tu condición de cura de pueblo. Cierto, no me cuesta nada percibirte como un auténtico cura de pueblo: ése es tu porte. He de confesarte que por eso, vestido de cardenal te veo como disfrazado. No te pegan esas vestimentas. No le pegan a un cura de pueblo. Es que esa es tu auténtica estampa, la que realmente te honra y te dignifica.
Eso sí, un cura de pueblo revestido de enorme autoridad: una autoridad que, al no poder delegarla en nadie, te ves obligado a ejercerla. Y además, con el estilo resolutivo del cura de pueblo. Porque, no lo olvidemos, el cura de pueblo forma parte de la autoridad del pueblo y no puede dar la imagen de que no es capaz de ejercerla. Un cura de pueblo resolutivo, que no les da miles de vueltas a las cosas. Autoridad y responsabilidad en total sintonía. Oye, que para sacar adelante la decisión de poner en marcha el proyecto de Blanquerna (al fin y al cabo, una universidad católica) hay que sacrificar la parroquia del Espíritu Santo, y de paso su valioso vitral, pues ¡adelante!, no te vas a pasar la vida dándole vueltas al vitral, que es de lo que más tiene la Iglesia.
Destacas también en tu entrevista, tu condición de buena persona. Haces bien, aunque a los perjudicados por tu autoridad, les cueste mucho entenderlo. Procuran presentarte como persona de colmillo retorcido (cada uno cuenta de la feria según le va en ella); pero eres un hombre recto y comprensivo. En las distancias cortas, destaca mucho más tu bonhomía que tu rigor. Es más fácil ver en ti al cura de pueblo sencillo y bonachón, al que le importa más la persistente sequía que los preocupantes avatares políticos de los que habla todo el mundo; más fácil es ver en ti a ese hombre llano, que al alto dignatario eclesiástico. Seguramente de esa condición te viene tu empeño en dialogar, consensuar, aflojar, tender puentes, estrechar manos y aceptar palmaditas en la espalda. Ahí destaca el cura de pueblo por encima del presidente de la Conferencia Episcopal, al frente de 70 diócesis.
Me consta, amigo Juanjo, que al desprenderte de ese oneroso cargo, has sentido un gran alivio. A ti, esas cosas te agobian. Y sin embargo, te has ido presentando un balance tan digno al menos, como el de tus predecesores: te has coronado con las inmatriculaciones (un tema tan espinoso) y sobre todo has evitado todos los conflictos en unos momentos realmente conflictivos.
En tu entrevista en Plano General, estuviste a punto de pillarte los dedos, pero viste en medio segundo que el desliz hubiese sido de los que te hunden una carrera. Cuando me co
, ibas diciendo; pero rectificaste a tiempo: cuando me quiere corroer el odio
Es lógico que estando tan arriba y con tantas responsabilidades, te salgan enemigos de debajo de las piedras. Y es humano, totalmente humano, devolverle odio al que te odia. Si llegas a decir, tal como habías empezado, Cuando me corroe el odio, tus amigos te hubiésemos comprendido perfectamente; pero tus enemigos te hubiesen sacado la piel a tiras, aunque pidieses perdón una y mil veces por el desliz, que, tal como dices, es tu comportamiento espontáneo. Tú no eres, y eso te honra, de los que aprovechan la altura en que están, para fustigar a sus enemigos.
Lo de tu año de misiones en Zaire, siendo una página brillante de tu currículum, será motivo de crítica para tus enemigos. No, claro, dirán. Este hombre no está hecho para las misiones, lo suyo son las curias y los despachos. Por eso está tan firme en eso que no se debe intentar convencer. Cada uno con su ideología, sin intentar cristianizar nada, que eso es hacer proselitismo, y está muy mal visto hoy en Roma.
Mira si lo tienes claro, que cuando el entrevistador te pregunta por la crisis de la Iglesia, sueltas una risa abierta y franca y le respondes: ¿Iglesia en crisis? Eso no es más que un cambio de época. Llegaremos a puerto. Eso sí, mareados. Es lo que tiene ver las cosas desde tan alto.
Y bueno, lo que me ha conmovido profundamente es tu fe inquebrantable en el milagro del Cojo de Calanda, mi santo patrón. Ando cojo, bastante cojo, y soy de Calanda. Por eso mis paisanos me llaman cariñosamente El Cojo de Calanda. Es un apodo que llevo con orgullo, porque lo encuentro acertado y simpático: es un honor para mí, lucir ese apodo. Ahí sí que vamos juntos, amigo Juanjo. ¿Cómo no voy a creer a pies juntillas, igual que tú, en un milagro tan exhaustivamente documentado? La instantánea recuperación de la pierna amputada de Miguel Pellicer es un anuncio anticipado de la resurrección de la carne.
Y ahora sí, Juanjo. Todos tus paisanos te deseamos una dedicación más sosegada a tu archidiócesis y al cultivo de tu paternal cercanía con los curas y demás personal que trabaja bajo tu perspicaz batuta.
Tuyo siempre,
El Cojo de Calanda