El hombre que ama el arte por el arte comentó Sherlock Holmes, dejando a un lado la hoja de anuncios delDaily Telegraph suele encontrar los placeres más intensos en sus manifestaciones más humildes y menos importantes. Me complace advertir, Watson, que hasta ahora ha captado usted esa gran verdad, y que en esas pequeñas crónicas de nuestros casos que ha tenido la bondad de redactar, debo decir que, embelleciéndolas en algunos puntos, no ha dado preferencia a las numerosas causes célebres y procesos sensacionales en los que he intervenido, sino más bien a incidentes que pueden haber sido triviales, pero que daban ocasión al empleo de las facultades de deducción y síntesis que he convertido en mi especialidad.
Y, sin embargo dije yo, sonriendo, no me considero definitivamente absuelto de la acusación de sensacionalismo que se ha lanzado contra mis crónicas.
Tal vez haya cometido un error apuntó él, tomando una brasa con las pinzas y encendiendo con ellas la larga pipa de cerezo que sustituía a la de arcilla cuando se sentía más dado a la polémica que a la reflexión. Quizá se haya equivocado al intentar añadir color y vida a sus descripciones, en lugar de limitarse a exponer los sesudos razonamientos de causa a efecto, que son en realidad lo único verdaderamente digno de mención del asunto.
Me parece que en ese aspecto le he hecho a usted justicia comenté, algo fríamente, porque me repugnaba la egolatría que, como había observado más de una vez, constituía un importante factor en el singular carácter de mi amigo.
No, no es cuestión de vanidad o egoísmo dijo él, respondiendo, como tenía por costumbre, a mis pensamientos más que a mis palabras. Si reclamo plena justicia para mi arte, es porque se trata de algo impersonal... algo que está más allá de mí mismo. El delito es algo corriente. La lógica es una rareza. Por tanto, hay que poner el acento en la lógica y no en el delito. Usted ha degradado lo que debía haber sido un curso académico, reduciéndolo a una serie de cuentos.
Era una mañana fría de principios de primavera, y después del desayuno nos habíamos sentado a ambos lados de un chispeante fuego en el viejo apartamento de Baker Street. Una espesa niebla se extendía entre las hileras de casas parduscas, y las ventanas de la acera de enfrente parecían borrones oscuros entre las densas volutas amarillentas. Teníamos encendida la luz de gas, que caía sobre el mantel arrancando reflejos de la porcelana y el metal, pues aún no habían recogido la mesa. Sherlock Holmes se había pasado callado toda la mañana, zambulléndose continuamente en las columnas de anuncios de una larga serie de periódicos, hasta que por fin, renunciando aparentemente a su búsqueda, había emergido, no de muy buen humor, para darme una charla sobre mis defectos literarios.
Por otra parte comentó tras una pausa, durante la cual estuvo dándole chupadas a su larga pipa y contemplando el fuego, difícilmente se le puede acusar a usted de sensacionalismo, cuando entre los casos por los que ha tenido la bondad de interesarse hay una elevada proporción que no tratan de ningún delito, en el sentido legal de la palabra. El asuntillo en el que intenté ayudar al rey de Bohemia, la curiosa experiencia de la señorita Mary Sutherland, el problema del hombre del labio retorcido y el incidente de la boda del noble, fueron todos ellos casos que escapaban al alcance de la ley. Pero, al evitar lo sensacional, me temo que puede usted haber bordeado lo trivial.
Puede que el desenlace lo fuera respondí, pero sostengo que los métodos fueron originales e interesantes.
Psé. Querido amigo, ¿qué le importan al público, al gran público despistado, que sería incapaz de distinguir a un tejedor por sus dientes o a un cajista de imprenta por su pulgar izquierdo, los matices más delicados del análisis y la deducción? Aunque, la verdad, si es usted trivial no es por culpa suya, porque ya pasaron los tiempos de los grandes casos. El hombre, o por lo menos el criminal, ha perdido toda la iniciativa y la originalidad. Y mi humilde consultorio parece estar degenerando en una agencia para recuperar lápices extraviados y ofrecer consejo a señoritas de internado. Creo que por fin hemos tocado fondo. Esta nota que he recibido esta mañana marca, a mi entender, mi punto cero. Léala me tiró una carta arrugada.
Estaba fechada en Montague Place la noche anterior y decía:
«Querido señor Holmes: Tengo mucho interés en consultarle acerca de si debería o no aceptar un empleo de institutriz que se me ha ofrecido. Si no tiene inconveniente, pasaré a visitarle mañana a las diez y media. Suya afectísima,
Violet Hunter.»
¿Conoce usted a esta joven? pregunté.
De nada.
Pues ya son las diez y media.
Sí, y sin duda es ella la que acaba de llamar a la puerta.
Quizá resulte ser más interesante de lo que usted cree. Acuérdese del asunto del carbunclo azul, que al principio parecía una fruslería y se acabó convirtiendo en una investigación seria. Puede que ocurra lo mismo en este caso.
¡Ojalá sea así! Pero pronto saldremos de dudas, porque, o mucho me equivoco, o aquí la tenemos.
Mientras él hablaba se abrió la puerta y una joven entró en la habitación. Iba vestida de un modo sencillo, pero con buen gusto; tenía un rostro expresivo e inteligente, pecoso como un huevo de chorlito, y actuaba con los modales desenvueltos de una mujer que ha tenido que abrirse camino en la vida.
Estoy segura de que me perdonará que le moleste dijo mientras mi compañero se levantaba para saludarla. Pero me ha ocurrido una cosa muy extraña y, como no tengo padres ni familiares a los que pedir consejo, pensé que tal vez usted tuviera la amabilidad de indicarme qué debo hacer.
Siéntese, por favor, señorita Hunter. Tendré mucho gusto en hacer lo que pueda para servirla.
Me di cuenta de que a Holmes le habían impresionado favorablemente los modales y la manera de hablar de su nuevo cliente. La contempló del modo inquisitivo que era habitual en él y luego se sentó a escuchar su caso con los párpados caídos y las puntas de los dedos juntas.
He trabajado cinco años como institutriz dijo en la familia del coronel Spence Munro, pero hace dos meses el coronel fue destinado a Halifax, Nueva Escocia, y se llevó a sus hijos a América, de modo que me encontré sin empleo. Puse anuncios y respondí a otros anuncios, pero sin éxito. Por fin empezó a acabárseme el poco dinero que tenía ahorrado y me devanaba los sesos sin saber qué hacer.
»Existe en el West End una agencia para institutrices muy conocida, llamada Westway's, por la que solía pasarme una vez a la semana para ver si había surgido algo que pudiera convenirme. Westway era el apellido del fundador de la empresa, pero quien la dirige en realidad es la señorita Stoper. Se sienta en un pequeño despacho, y las mujeres que buscan empleo aguardan en una antesala y van pasando una a una. Ella consulta sus ficheros y mira a ver si tiene algo que pueda interesarlas.
»Pues bien, cuando me pasé por allí la semana pasada me hicieron entrar en el despacho como de costumbre, pero vi que la señorita Stoper no estaba sola. Junto a ella se sentaba un hombre prodigiosamente gordo, de rostro muy sonriente y con una enorme papada que le caía en pliegues sobre el cuello; llevaba un par de gafas sobre la nariz y miraba con mucho interés a las mujeres que iban entrando. Al llegar yo, dio un salto en su asiento y se volvió rápidamente hacia la señorita Stoper.
»¡Ésta servirá! dijo. No podría pedirse nada mejor. ¡Estupenda! ¡Estupenda!
»Parecía entusiasmado y se frotaba las manos de la manera más alegre. Se trataba de un hombre de aspecto tan satisfecho que daba gusto mirarlo.
»¿Busca usted trabajo, señorita? preguntó.
»Sí, señor.
»¿Como institutriz?
»Sí, señor.
»¿Y qué salario pide usted?
»En mi último empleo, en casa del coronel Spence Munro, cobraba cuatro libras al mes.
»¡Puf! ¡Denigrante! ¡Sencillamente denigrante! exclamó, elevando en el aire sus rollizas manos, como arrebatado por la indignación. ¿Cómo se le puede ofrecer una suma tan lamentable a una dama con semejantes atractivos y cualidades?
»Es posible, señor, que mis cualidades sean menos de lo que usted imagina dije yo. Un poco de francés, un poco de alemán, música y dibujo...
»¡Puf, puf! exclamó. Eso está fuera de toda duda. Lo que interesa es si usted posee o no el porte y la distinción de una dama. En eso radica todo. Si no los posee, entonces no está capacitada para educar a un niño que algún día puede desempeñar un importante papel en la historia de la nación. Pero si las tiene, ¿cómo podría un caballero pedirle que condescendiera a aceptar nada por debajo de tres cifras? Si trabaja usted para mí, señora, comenzará con un salario de cien libras al año.
»Como podrá imaginar, señor Holmes, estando sin recursos como yo estaba, aquella oferta me pareció casi demasiado buena para ser verdad. Sin embargo, el caballero, advirtiendo tal vez mi expresión de incredulidad, abrió su cartera y sacó un billete.
»Es también mi costumbre dijo, sonriendo del modo más amable, hasta que sus ojos quedaron reducidos a dos ranuras que brillaban entre los pliegues blancos de su cara pagar medio salario por adelantado a mis jóvenes empleadas, para que puedan hacer frente a los pequeños gastos del viaje y el vestuario.
»Me pareció que nunca había conocido a un hombre tan fascinante y tan considerado. Como ya tenía algunas deudas con los proveedores, aquel adelanto me venía muy bien; sin embargo, toda la transacción tenía un algo de innatural que me hizo desear saber algo más antes de comprometerme.
»En Hampshire. Un lugar encantador en el campo, llamado Copper Beeches, cinco millas más allá de Winchester. Es una región preciosa, querida señorita, y la vieja casa de campo es sencillamente maravillosa.
»¿Y mis obligaciones, señor? Me gustaría saber en qué consistirían.
»Un niño. Un pillastre delicioso, de sólo seis años. ¡Tendría usted que verlo matando cucarachas con una zapatilla! ¡Plaf, plaf, plafl ¡Tres muertas en un abrir y cerrar de ojos! se echó hacia atrás en su asiento y volvió a reírse hasta que los ojos se le hundieron en la cara de nuevo.
»Quedé un poco perpleja ante la naturaleza de las diversiones del niño, pero la risa del padre me hizo pensar que tal vez estuviera bromeando.
»Entonces, mi única tarea dije sería ocuparme de este niño.
»No, no, no la única, querida señorita, no la única respondió. Su tarea consistirá, como sin duda ya habrá imaginado, en obedecer todas las pequeñas órdenes que mi esposa le pueda dar, siempre que se trate de órdenes que una dama pueda obedecer con dignidad. No verá usted ningún inconveniente en ello, ¿verdad?
»Estaré encantada de poder ser útil.
»Perfectamente. Por ejemplo, en la cuestión del vestuario. Somos algo maniáticos, ¿sabe usted? Maniáticos pero buena gente. Si le pidiéramos que se pusiera un vestido que nosotros le proporcionáramos, no se opondría usted a nuestro capricho, ¿verdad?
»No dije yo, bastante sorprendida por sus palabras.
»O que se sentara en un sitio, o en otro; eso no le resultaría ofensivo, ¿verdad?
»Oh, no.
»O que se cortara el cabello muy corto antes de presentarse en nuestra casa...
»Yo no daba crédito a mis oídos. Como puede usted observar, señor Holmes, mi pelo es algo exuberante y de un tono castaño bastante peculiar. Han llegado a describirlo como artístico. Ni en sueños pensaría en sacrificarlo de buenas a primeras.
»Me temo que eso es del todo imposible dije. Él me estaba observando atentamente con sus ojillos, y pude advertir que al oír mis palabras pasó una sombra por su rostro.
»Y yo me temo que es del todo esencial dijo. Se trata de un pequeño capricho de mi esposa, y los caprichos de las damas, señorita, los caprichos de las damas hay que satisfacerlos. ¿No está dispuesta a cortarse el pelo?
»No, señor, la verdad es que no respondí con firmeza.
»Ah, muy bien. Entonces, no hay más que hablar. Es una pena, porque en todos los demás aspectos habría servido de maravilla. Dadas las circunstancias, señorita Stoper, tendré que examinar a algunas más de sus señoritas.
»La directora de la agencia había permanecido durante toda la entrevista ocupada con sus papeles, sin dirigirnos la palabra a ninguno de los dos, pero en aquel momento me miró con tal expresión de disgusto que no pude evitar sospechar que mi negativa le había hecho perder una espléndida comisión.
»¿Desea usted que sigamos manteniendo su nombre en nuestras listas? preguntó.
»Si no tiene inconveniente, señorita Stoper.
»Pues, la verdad, me parece bastante inútil, viendo el modo en que rechaza usted las ofertas más ventajosas dijo secamente. No esperará usted que nos esforcemos por encontrarle otra ganga como ésta. Buenos días, señorita Hunter hizo sonar un gong que tenía sobre la mesa, y el botones me acompañó a la salida.
»Pues bien, cuando regresé a mi alojamiento y encontré la despensa medio vacía y dos o tres facturas sobre la mesa, empecé a preguntarme si no habría cometido una estupidez. Al fin y al cabo, si aquella gente tenía manías extrañas y esperaba que se obedecieran sus caprichos más extravagantes, al menos estaban dispuestos a pagar por sus excentricidades. Hay muy pocas institutrices en Inglaterra que ganen cien libras al año. Además, ¿de qué me serviría el pelo? A muchas mujeres les favorece llevarlo corto, y yo podía ser una de ellas. Al día siguiente ya tenía la impresión de haber cometido un error, y un día después estaba plenamente convencida. Estaba casi decidida a tragarme mi orgullo hasta el punto de regresar a la agencia y preguntar si la plaza estaba aún disponible, cuando recibí esta carta del caballero en cuestión. La he traído y se la voy a leer:
Querida señorita Hunter: La señorita Stoper ha tenido la amabilidad de darme su dirección, y le escribo desde aquí para preguntarle si ha reconsiderado su posición. Mi esposa tiene mucho interés en que venga, pues le agradó mucho la descripción que yo le hice de usted. Estamos dispuestos a pagarle treinta libras al trimestre, o ciento veinte al año, para compensarle por las pequeñas molestias que puedan ocasionarle nuestros caprichos. Al fin y al cabo, tampoco exigimos demasiado. A mi esposa le encanta un cierto tono de azul eléctrico, y le gustaría que usted llevase un vestido de ese color por las mañanas. Sin embargo, no tiene que incurrir en el gasto de adquirirlo, ya que tenemos uno perteneciente a mi querida hija Alice (actualmente en Filadelfia), que creo que le sentaría muy bien. En cuanto a lo de sentarse en un sitio o en otro, o practicar los entretenimientos que se le indiquen, no creo que ello pueda ocasionarle molestias. Y con respecto a su cabello, no cabe duda de que es una lástima, especialmente si se tiene en cuenta que no pude evitar fijarme en su belleza durante nuestra breve entrevista, pero me temo que debo mantenerme firme en este punto, y solamente confío en que el aumento de salario pueda compensarle de la pérdida. Sus obligaciones en lo referente al niño son muy llevaderas. Le ruego que haga lo posible por venir; yo la esperaría con un coche en Winchester. Hágame saber en qué tren llega. Suyo afectísimo,
Jephro Rucastle.
»Ésta es la carta que acabo de recibir, señor Holmes, y ya he tomado la decisión de aceptar. Sin embargo, me pareció que antes de dar el paso definitivo debía someter el asunto a su consideración.
Bien, señorita Hunter, si su decisión está tomada, eso deja zanjado el asunto dijo Holmes sonriente.
¿Usted no me aconsejaría rehusar?
Confieso que no me gustaría que una hermana mía aceptara ese empleo.
¿Qué significa todo esto, señor Holmes?
¡Ah! Carezco de datos. No puedo decirle. ¿Se ha formado usted alguna opinión?
Bueno, a mí me parece que sólo existe una explicación posible. El señor Rucastle parecía ser un hombre muy amable y bondadoso. ¿No es posible que su esposa esté loca, que él desee mantenerlo en secreto por miedo a que la internen en un asilo, y que le siga la corriente en todos sus caprichos para evitar una crisis?
Es una posible explicación. De hecho, tal como están las cosas, es la más probable. Pero, en cualquier caso, no parece un sitio muy adecuado para una joven.
Pero ¿y el dinero, señor Holmes? ¿Y el dinero?
Sí, desde luego, la paga es buena... demasiado buena. Eso es lo que me inquieta. ¿Por qué iban a darle ciento veinte al año cuando tendrían institutrices para elegir por cuarenta? Tiene que existir una razón muy poderosa.
Pensé que si le explicaba las circunstancias, usted lo entendería si más adelante solicitara su ayuda. Me sentiría mucho más segura sabiendo que una persona como usted me cubre las espaldas.
Oh, puede irse convencida de ello. Le aseguro que su pequeño problema promete ser el más interesante que se me ha presentado en varios meses. Algunos aspectos resultan verdaderamente originales. Si tuviera usted dudas o se viera en peligro...
¿Peligro? ¿En qué peligro está pensando? Holmes meneó la cabeza muy serio.
Si pudiéramos definirlo, dejaría de ser un peligro dijo. Pero a cualquier hora, de día o de noche, un telegrama suyo me hará acudir en su ayuda.
Con eso me basta se levantó muy animada de su asiento, habiéndose borrado la ansiedad de su rostro. Ahora puedo ir a Hampshire mucho más tranquila. Escribiré de inmediato al señor Rucastle, sacrificaré mi pobre cabellera esta noche y partiré hacia Winchester mañana con unas frases de agradecimiento para Holmes, nos deseó buenas noches y se marchó presurosa.
Por lo menos dije mientras oíamos sus pasos rápidos y firmes escaleras abajo, parece una jovencita perfectamente capaz de cuidar de sí misma.
Y le va a hacer falta dijo Holmes muy serio. O mucho me equivoco, o recibiremos noticias suyas antes de que pasen muchos días.
No tardó en cumplirse la predicción de mi amigo. Transcurrieron dos semanas, durante las cuales pensé más de una vez en ella, preguntándome en qué extraño callejón de la experiencia humana se había introducido aquella mujer solitaria. El insólito salario, las curiosas condiciones, lo liviano del trabajo, todo apuntaba hacia algo anormal, aunque estaba fuera de mis posibilidades determinar si se trataba de una manía inofensiva o de una conspiración, si el hombre era un filántropo o un criminal. En cuanto a Holmes, observé que muchas veces se quedaba sentado durante media hora o más, con el ceño fruncido y aire abstraído, pero cada vez que yo mencionaba el asunto, él lo descartaba con un gesto de la mano. «¡Datos, datos, datos!» exclamaba con impaciencia. «¡No puedo hacer ladrillos sin arcilla!» Y, sin embargo, siempre acababa por murmurar que no le gustaría que una hermana suya hubiera aceptado semejante empleo.
El telegrama que al fin recibimos llegó una noche, justo cuando yo me disponía a acostarme y Holmes se preparaba para uno de los experimentos nocturnos en los que frecuentemente se enfrascaba; en aquellas ocasiones, yo lo dejaba por la noche, inclinado sobre una retorta o un tubo de ensayo, y lo encontraba en la misma posición cuando bajaba a desayunar por la mañana. Abrió el sobre amarillo y, tras echar un vistazo al mensaje, me lo pasó.
Mire el horario de trenes en la guía dijo, volviéndose a enfrascar en sus experimentos químicos.
La llamada era breve y urgente:
«Por favor, esté en el Hotel Black Swan de Winchester mañana a mediodía. ¡No deje de venir! No sé qué hacer.
Hunter.»
¿Viene usted conmigo?
Me gustaría.
Pues mire el horario.
Hay un tren a las nueve y media dije, consultando la guía. Llega a Winchester a las once y media.
Nos servirá perfectamente. Quizá sea mejor que aplace mi análisis de las acetonas, porque mañana puede que necesitemos estar en plena forma.
A las once de la mañana del día siguiente nos acercábamos ya a la antigua capital inglesa. Holmes había permanecido todo el viaje sepultado en los periódicos de la mañana, pero en cuanto pasamos los límites de Hampshire los dejó a un lado y se puso a admirar el paisaje. Era un hermoso día de primavera, con un cielo azul claro, salpicado de nubecillas algodonosas que se desplazaban de oeste a este. Lucía un sol muy brillante, a pesar de lo cual el aire tenía un frescor estimulante, que aguzaba la energía humana. Por toda la campiña, hasta las ondulantes colinas de la zona de Aldershot, los tejadillos rojos y grises de las granjas asomaban entre el verde claro del follaje primaveral.
¡Qué hermoso y lozano se ve todo! exclamé con el entusiasmo de quien acaba de escapar de las nieblas de Baker Street.
Pero Holmes meneó la cabeza con gran seriedad.
Ya sabe usted, Watson dijo, que una de las maldiciones de una mente como la mía es que tengo que mirarlo todo desde el punto de vista de mi especialidad. Usted mira esas casas dispersas y se siente impresionado por su belleza. Yo las miro, y el único pensamiento que me viene a la cabeza es lo aisladas que están, y la impunidad con que puede cometerse un crimen en ellas.
¡Cielo santo! exclamé. ¿Quién sería capaz de asociar la idea de un crimen con estas preciosas casitas?
Siempre me han producido un cierto horror. Tengo la convicción, Watson, basada en mi experiencia, de que las callejuelas más sórdidas y miserables de Londres no cuentan con un historial delictivo tan terrible como el de la sonriente y hermosa campiña inglesa.
¡Me horroriza usted!
Pero la razón salta a la vista. En la ciudad, la presión de la opinión pública puede lograr lo que la ley es incapaz de conseguir. No hay callejuela tan miserable como para que los gritos de un niño maltratado o los golpes de un marido borracho no despierten la simpatía y la indignación del vecindario; y además, toda la maquinaria de la justicia está siempre tan a mano que basta una palabra de queja para ponerla en marcha, y no hay más que un paso entre el delito y el banquillo. Pero fíjese en esas casas solitarias, cada una en sus propios campos, en su mayor parte llenas de gente pobre e ignorante que sabe muy poco de la ley. Piense en los actos de crueldad infernal, en las maldades ocultas que pueden cometerse en estos lugares, año tras año, sin que nadie se entere. Si esta dama que ha solicitado nuestra ayuda se hubiera ido a vivir a Winchester, no temería por ella. Son las cinco millas de campo las que crean el peligro. Aun así, resulta claro que no se encuentra amenazada personalmente.
No. Si puede venir a Winchester a recibirnos, también podría escapar.
Exacto. Se mueve con libertad.
Pero entonces, ¿qué es lo que sucede? ¿No se le ocurre ninguna explicación?
Se me han ocurrido siete explicaciones diferentes, cada una de las cuales tiene en cuenta los pocos datos que conocemos. Pero ¿cuál es la acertada? Eso sólo puede determinarlo la nueva información que sin duda nos aguarda. Bueno, ahí se ve la torre de la catedral, y pronto nos enteraremos de lo que la señorita Hunter tiene que contarnos.
El Black Swan era una posada de cierta fama situada en High Street, a muy poca distancia de la estación, y allí estaba la joven aguardándonos. Había reservado una habitación y nuestro almuerzo nos esperaba en la mesa.
¡Cómo me alegro de que hayan venido! dijo fervientemente. Los dos han sido muy amables. Les digo de verdad que no sé qué hacer. Sus consejos tienen un valor inmenso para mí.
Por favor, explíquenos lo que le ha ocurrido.
Eso haré, y más vale que me dé prisa, porque he prometido al señor Rucastle estar de vuelta antes de las tres. Me dio permiso para venir a la ciudad esta mañana, aunque poco se imagina a qué he venido.
Oigámoslo todo por riguroso orden dijo Holmes, estirando hacia el fuego sus largas y delgadas piernas y disponiéndose a escuchar.
En primer lugar, puedo decir que, en conjunto, el señor y la señora Rucastle no me tratan mal. Es de justicia decirlo. Pero no los entiendo y no me siento tranquila con ellos.
¿Qué es lo que no entiende?
Los motivos de su conducta. Pero se lo voy a contar tal como ocurrió. Cuando llegué, el señor Rucastle me recibió aquí y me llevó en su coche a Copper Beeches. Tal como él había dicho, está en un sitio precioso, pero la casa en sí no es bonita. Es un bloque cuadrado y grande, encalado pero todo manchado por la humedad y la intemperie. A su alrededor hay bosques por tres lados, y por el otro hay un campo en cuesta, que baja hasta la carretera de Southampton, la cual hace una curva a unas cien yardas de la puerta principal. Este terreno de delante pertenece a la casa, pero los bosques de alrededor forman parte de las propiedades de lord Southerton. Un conjunto de hayas cobrizas plantadas frente a la puerta delantera da nombre a la casa.
»El propio señor Rucastle, tan amable como de costumbre, conducía el carricoche, y aquella tarde me presentó a su mujer y al niño. La conjetura que nos pareció tan probable allá en su casa de Baker Street resultó falsa, señor Holmes. La señora Rucastle no está loca. Es una mujer callada y pálida, mucho más joven que su marido; no llegará a los treinta años, cuando el marido no puede tener menos de cuarenta y cinco. He deducido de sus conversaciones que llevan casados unos siete años, que él era viudo cuando se casó con ella, y que la única descendencia que tuvo con su primera esposa fue esa hija que ahora está en Filadelfia. El señor Rucastle me dijo confidencialmente que se marchó porque no soportaba a su madrastra. Dado que la hija tendría por lo menos veinte años, me imagino perfectamente que se sintiera incómoda con la joven esposa de su padre.
»La señora Rucastle me pareció tan anodina de mente como de cara. No me cayó ni bien ni mal. Es como si no existiera. Se nota a primera vista que siente devoción por su marido y su hijito. Sus ojos grises pasaban continuamente del uno al otro, pendiente de sus más mínimos deseos y anticipándose a ellos si podía. Él la trataba con cariño, a su manera vocinglera y exuberante, y en conjunto parecían una pareja feliz. Y, sin embargo, esta mujer tiene una pena secreta. A menudo se queda sumida en profundos pensamientos, con una expresión tristísima en el rostro. Más de una vez la he sorprendido llorando. A
veces he pensado que era el carácter de su hijo lo que la preocupaba, pues jamás en mi vida he conocido criatura más malcriada y con peores instintos. Es pequeño para su edad, con una cabeza desproporcionadamente grande. Toda su vida parece transcurrir en una alternancia de rabietas salvajes e intervalos de negra melancolía. Su único concepto de la diversión parece consistir en hacer sufrir a cualquier criatura más débil que él, y despliega un considerable talento para el acecho y captura de ratones, pajarillos e insectos. Pero prefiero no hablar del niño, señor Holmes, que en realidad tiene muy poco que ver con mi historia.
Me gusta oír todos los detalles comentó mi amigo, tanto si le parecen relevantes como si no.
Procuraré no omitir nada de importancia. Lo único desagradable de la casa, que me llamó la atención nada más llegar, es el aspecto y conducta de los sirvientes. Hay sólo dos, marido y mujer. Toller, que así se llama, es un hombre tosco y grosero, con pelo y patillas grises, y que huele constantemente a licor. Desde que estoy en la casa lo he visto dos veces completamente borracho, pero el señor Rucastle parece no darse cuenta. Su esposa es una mujer muy alta y fuerte, con cara avinagrada, tan callada como la señora Rucastle, pero mucho menos tratable. Son una pareja muy desagradable, pero afortunadamente me paso la mayor parte del tiempo en el cuarto del niño y en el mío, que están uno junto a otro en una esquina del edificio.
»Los dos primeros días después de mi llegada a Copper Beeches, mi vida transcurrió muy tranquila; al tercer día, la señora Rucastle bajó inmediatamente después del desayuno y le susurró algo al oído a su marido.
»Oh, sí dijo él, volviéndose hacia mí. Le estamos muy agradecidos, señorita Hunter, por acceder a nuestros caprichos hasta el punto de cortarse el pelo. Veamos ahora cómo le sienta el vestido azul eléctrico. Lo encontrará extendido sobre la cama de su habitación, y si tiene la bondad de ponérselo se lo agradeceremos muchísimo.
»El vestido que encontré esperándome tenía una tonalidad azul bastante curiosa. El material era excelente, una especie de lana cruda, pero presentaba señales inequívocas de haber sido usado. No me habría sentado mejor ni aunque me lo hubieran hecho a la medida. Tanto el señor como la señora Rucastle se mostraron tan encantados al verme con él, que me pareció que exageraban en su vehemencia. Estaban aguardándome en la sala de estar, que es una habitación muy grande, que ocupa la parte delantera de la casa, con tres ventanales hasta el suelo. Cerca del ventanal del centro habían instalado una silla, con el respaldo hacia fuera. Me pidieron que me sentara en ella y, a continuación, el señor Rucastle empezó a pasear de un extremo a otro de la habitación contándome algunos de los chistes más graciosos que he oído en mi vida. No se puede imaginar lo cómico que estuvo; me reí hasta quedar agotada. Sin embargo, la señora Rucastle, que evidentemente no tiene sentido del humor, ni siquiera llegó a sonreír; se quedó sentada con las manos en el regazo y una expresión de tristeza y ansiedad en el rostro. Al cabo de una hora, poco más o menos, el señor Rucastle comentó de pronto que ya era hora de iniciar las tareas cotidianas y que debía cambiarme de vestido y acudir al cuarto del pequeño Edward.
»Dos días después se repitió la misma representación, en circunstancias exactamente iguales. Una vez más me cambié de vestido, volví a sentarme en la silla y volví a partirme de risa con los graciosísimos chistes de mi patrón, que parece poseer un repertorio inmenso y los cuenta de un modo inimitable. A continuación, me entregó una novela de tapas amarillas y, tras correr un poco mi silla hacia un lado, de manera que mi sombra no cayera sobre las páginas, me pidió que le leyera en voz alta. Leí durante unos diez minutos, comenzando en medio de un capítulo, y de pronto, a mitad de una frase, me ordenó que lo dejara y que me cambiara de vestido.
»Puede usted imaginarse, señor Holmes, la curiosidad que yo sentía acerca del significado de estas extravagantes representaciones. Me di cuenta de que siempre ponían mucho cuidado en que yo estuviera de espaldas a la ventana, y empecé a consumirme de ganas de ver lo que ocurría a mis espaldas. Al principio me pareció imposible, pero pronto se me ocurrió una manera de conseguirlo. Se me había roto el espejito de bolsillo y eso me dio la idea de esconder un pedacito de espejo en el pañuelo. A la siguiente ocasión, en medio de una carcajada, me llevé el pañuelo a los ojos, y con un poco de maña me las arreglé para ver lo que había detrás de mí. Confieso que me sentí decepcionada. No había nada.
»Al menos, ésa fue mi primera impresión. Sin embargo, al mirar de nuevo me di cuenta de que había un hombre parado en la carretera de Southampton; un hombre de baja estatura, barbudo y con un traje gris, que parecía estar mirando hacia mí. La carretera es una vía importante, y siempre suele haber gente por ella. Sin embargo, este hombre estaba apoyado en la verja que rodea nuestro campo, y miraba con mucho interés. Bajé el pañuelo y encontré los ojos de la señora Rucastle fijos en mí, con una mirada sumamente inquisitiva. No dijo nada, pero estoy convencida de que había adivinado que yo tenía un espejo en la mano y había visto lo que había detrás de mí. Se levantó al instante.
»Jephro dijo, hay un impertinente en la carretera que está mirando a la señorita Hunter.
»¿No será algún amigo suyo, señorita Hunter? preguntó él.
»No; no conozco a nadie por aquí.
»¡Válgame Dios, qué impertinencia! Tenga la bondad de darse la vuelta y hacerle un gesto para que se vaya.
»¿No sería mejor no darnos por enterados?
»No, no; entonces le tendríamos rondando por aquí a todas horas. Haga el favor de darse la vuelta e indíquele que se marche, así.
»Hice lo que me pedían, y al instante la señora Rucastle bajó la persiana. Esto sucedió hace una semana, y desde entonces no me he vuelto a sentar en la ventana ni me he puesto el vestido azul, ni he visto al hombre de la carretera.
Continúe, por favor dijo Holmes. Su narración promete ser de lo más interesante.
Me temo que le va a parecer bastante inconexa, y lo más probable es que exista poca relación entre los diferentes incidentes que menciono. El primer día que pasé en Copper Beeches, el señor Rucastle me llevó a un pequeño cobertizo situado cerca de la puerta de la cocina. Al acercarnos, oí un ruido de cadenas y el sonido de un animal grande que se movía.
»Mire por aquí dijo el señor Rucastle, indicándome una rendija entre dos tablas. ¿No es una preciosidad?
»Miré por la rendija y distinguí dos ojos que brillaban y una figura confusa agazapada en la oscuridad.
»No se asuste dijo mi patrón, echándose a reír ante mi sobresalto. Es solamente Carlo, mi mastín. He dicho mío, pero en realidad el único que puede controlarlo es el viejo Toller, mi mayordomo. Sólo le damos de comer una vez al día, y no mucho, de manera que siempre está tan agresivo como una salsa picante. Toller lo deja suelto cada noche, y que Dios tenga piedad del intruso al que le hinque el diente. Por lo que más quiera, bajo ningún pretexto ponga los pies fuera de casa por la noche, porque se jugaría usted la vida.
»No se trataba de una advertencia sin fundamento, porque dos noches después se me ocurrió asomarme a la ventana de mi cuarto a eso de las dos de la madrugada. Era una hermosa noche de luna, y el césped de delante de la casa se veía plateado y casi tan iluminado como de día. Me encontraba absorta en la apacible belleza de la escena cuando sentí que algo se movía entre las sombras de las hayas cobrizas. Por fin salió a la luz de la luna y vi lo que era: un perro gigantesco, tan grande como un ternero, de piel leonada, carrillos colgantes, hocico negro y huesos grandes y salientes. Atravesó lentamente el césped y desapareció en las sombras del otro lado. Aquel terrible y silencioso centinela me provocó un escalofrío como no creo que pudiera causarme ningún ladrón.
»Y ahora voy a contarle una experiencia muy extraña. Como ya sabe, me corté el pelo en Londres, y lo había guardado, hecho un gran rollo, en el fondo de mi baúl. Una noche, después de acostar al niño, me puse a inspeccionar los muebles de mi habitación y ordenar mis cosas. Había en el cuarto un viejo aparador, con los dos cajones superiores vacíos y el de abajo cerrado con llave. Ya había llenado de ropa los dos primeros cajones y aún me quedaba mucha por guardar; como es natural, me molestaba no poder utilizar el tercer cajón. Pensé que quizás estuviera cerrado por olvido, así que saqué mi juego de llaves e intenté abrirlo. La primera llave encajó a la perfección y el cajón se abrió. Dentro no había más que una cosa, pero estoy segura de que jamás adivinaría usted qué era. Era mi mata de pelo. »La cogí y la examiné. Tenía la misma tonalidad y la misma textura. Pero entonces se me hizo patente la imposibilidad de aquello. ¿Cómo podía estar mi pelo guardado en aquel cajón? Con las manos temblándome, abrí mi baúl, volqué su contenido y saqué del fondo mi propia cabellera. Coloqué una junto a otra, y le aseguro que eran idénticas. ¿No era extraordinario? Me sentí desconcertada e incapaz de comprender el significado de todo aquello. Volví a meter la misteriosa mata de pelo en el cajón y no les dije nada a los Rucastle, pues sentí que quizás había obrado mal al abrir un cajón que ellos habían dejado cerrado.
»Como habrá podido notar, señor Holmes, yo soy observadora por naturaleza, y no tardé en trazarme en la cabeza un plano bastante exacto de toda la casa. Sin embargo, había un ala que parecía completamente deshabitada. Frente a las habitaciones de los Toller había una puerta que conducía a este sector, pero estaba invariablemente cerrada con llave. Sin embargo, un día, al subir las escaleras, me encontré con el señor Rucastle que salía por aquella puerta con las llaves en la mano y una expresión en el rostro que lo convertía en una persona totalmente diferente del hombre orondo y jovial al que yo estaba acostumbrada. Traía las mejillas enrojecidas, la frente arrugada por la ira, y las venas de las sienes hinchadas de furia. Cerró la puerta y pasó junto a mí sin mirarme ni dirigirme la palabra.
»Esto despertó mi curiosidad, así que cuando salí a dar un paseo con el niño, me acerqué a un sitio desde el que podía ver las ventanas de este sector de la casa. Eran cuatro en hilera, tres de ellas simplemente sucias y la cuarta cerrada con postigos. Evidentemente, allí no vivía nadie. Mientras paseaba de un lado a otro, dirigiendo miradas ocasionales a las ventanas, el señor Rucastle vino hacia mí, tan alegre y jovial como de costumbre.
»¡Ah! dijo. No me considere un maleducado por haber pasado junto a usted sin saludarla, querida señorita. Estaba preocupado por asuntos de negocios.
»Le aseguro que no me ha ofendido respondí. Por cierto, parece que tiene usted ahí una serie completa de habitaciones, y una de ellas cerrada a cal y canto.
»Uno de mis hobbies es la fotografía dijo, y allí tengo instalado mi cuarto oscuro. ¡Vaya, vaya! ¡Qué jovencita tan observadora nos ha caído en suerte! ¿Quién lo habría creído? ¿Quién lo habría creído?
»Hablaba en tono de broma, pero sus ojos no bromeaban al mirarme. Leí en ellos sospecha y disgusto, pero nada de bromas.
»Bien, señor Holmes, desde el momento en que comprendí que había algo en aquellas habitaciones que yo no debía conocer, ardí en deseos de entrar en ellas. No se trataba de simple curiosidad, aunque no carezco de ella. Era más bien una especie de sentido del deber... Tenía la sensación de que de mi entrada allí se derivaría algún bien. Dicen que existe la intuición femenina; posiblemente era eso lo que yo sentía.
En cualquier caso, la sensación era real, y yo estaba atenta a la menor oportunidad de traspasar la puerta prohibida. »La oportunidad no llegó hasta ayer. Puedo decirle que, además del señor Rucastle, tanto Toller como su mujer tienen algo que hacer en esas habitaciones deshabitadas, y una vez vi a Toller entrando por la puerta con una gran bolsa de lona negra. Últimamente, Toller está bebiendo mucho, y ayer por la tarde estaba borracho perdido; y cuando subí las escaleras, encontré la llave en la puerta. Sin duda, debió olvidarla allí. El señor y la señora Rucastle se encontraban en la planta baja, y el niño estaba con ellos, así que disponía de una oportunidad magnífica. Hice girar con cuidado la llave en la cerradura, abrí la puerta y me deslicé a través de ella.
»Frente a mí se extendía un pequeño pasillo, sin empapelado y sin alfombra, que doblaba en ángulo recto al otro extremo. A la vuelta de esta esquina había tres puertas seguidas; la primera y la tercera estaban abiertas, y las dos daban a sendas habitaciones vacías, polvorientas y desangeladas, una con dos ventanas y la otra sólo con una, tan cubiertas de suciedad que la luz crepuscular apenas conseguía abrirse paso a través de ellas. La puerta del centro estaba cerrada, y atrancada por fuera con uno de los barrotes de una cama de hierro, uno de cuyos extremos estaba sujeto con un candado a una argolla en la pared, y el otro atado con una cuerda. También la cerradura estaba cerrada, y la llave no estaba allí. Indudablemente, esta puerta atrancada correspondía a la ventana cerrada que yo había visto desde fuera; y, sin embargo, por el resplandor que se filtraba por debajo, se notaba que la habitación no estaba a oscuras. Evidentemente, había una claraboya que dejaba entrar la luz por arriba. Mientras estaba en el pasillo mirando aquella puerta siniestra y preguntándome qué secreto ocultaba, oí de pronto ruido de pasos dentro de la habitación y vi una sombra que cruzaba de un lado a otro en la pequeña rendija de luz que brillaba bajo la puerta. Al ver aquello, se apoderó de mí un terror loco e irrazonable, señor Holmes. Mis nervios, que ya estaban de punta, me fallaron de repente, di media vuelta y eché a correr. Corrí como si detrás de mí hubiera una mano espantosa tratando de agarrar la falda de mi vestido. Atravesé el pasillo, crucé la puerta y fui a parar directamente en los brazos del señor Rucastle, que esperaba fuera.
»¡Vaya! dijo sonriendo. ¡Así que era usted! Me lo imaginé al ver la puerta abierta.
»¡Estoy asustadísima! gemí.
»¡Querida señorita! ¡Querida señorita! no se imagina usted con qué dulzura y amabilidad lo decía. ¿Qué es lo que la ha asustado, querida señorita?
»Pero su voz era demasiado zalamera; se estaba excediendo. Al instante me puse en guardia contra él.
»Fui tan tonta que me metí en el ala vacía respondí. Pero está todo tan solitario y tan siniestro con esta luz mortecina que me asusté y eché a correr. ¡Hay allí un silencio tan terrible!
»¿Sólo ha sido eso? preguntó, mirándome con insistencia.
»¿Pues qué se había creído? pregunté a mi vez.
»¿Por qué cree usted que tengo cerrada esta puerta?
»Le aseguro que no lo sé.
»Pues para que no entren los que no tienen nada que hacer ahí. ¿Entiende? seguía sonriendo de la manera más amistosa.
»Le aseguro que de haberlo sabido...
»Bien, pues ya lo sabe. Y si vuelve a poner el pie en este umbral... en un instante, la sonrisa se endureció hasta convertirse en una mueca de rabia y me miró con cara de demonio... la echaré al mastín.
»Estaba tan aterrada que no sé ni lo que hice. Supongo que salí corriendo hasta mi habitación. Lo siguiente que recuerdo es que estaba tirada en mi cama, temblando de pies a cabeza. Entonces me acordé de usted, señor Holmes. No podía seguir viviendo allí sin que alguien me aconsejara. Me daba miedo la casa, el dueño, la mujer, los criados, hasta el niño... Todos me parecían horribles. Si pudiera usted venir aquí, todo iría bien. Naturalmente, podría haber huido de la casa, pero mi curiosidad era casi tan fuerte como mi miedo. No tardé en tomar una decisión: enviarle a usted un telegrama. Me puse el sombrero y la capa, me acerqué a la oficina de telégrafos, que está como a media milla de la casa, y al regresar ya me sentía mucho mejor. Al acercarme a la puerta, me asaltó la terrible sospecha de que el perro estuviera suelto, pero me acordé de que Toller se había emborrachado aquel día hasta quedar sin sentido, y sabía que era la única persona de la casa que tenía alguna influencia sobre aquella fiera y podía atreverse a dejarla suelta. Entré sin problemas y permanecí despierta durante media noche de la alegría que me daba el pensar en verle a usted. No tuve ninguna dificultad en obtener permiso para venir a Winchester esta mañana, pero tengo que estar de vuelta antes de las tres, porque el señor y la señora Rucastle van a salir de visita y estarán fuera toda la tarde, así que tengo que cuidar del niño. Y ya le he contado todas mis aventuras, señor Holmes. Ojalá pueda usted decirme qué significa todo esto y, sobre todo, qué debo hacer.
Holmes y yo habíamos escuchado hechizados el extraordinario relato. Al llegar a este punto, mi amigo se puso en pie y empezó a dar zancadas por la habitación, con las manos en los bolsillos y una expresión de profunda seriedad en su rostro.
¿Está Toller todavía borracho? preguntó.
Sí. Esta mañana oí a su mujer decirle a la señora Rucastle que no podía hacer nada con él.
Eso está bien. ¿Y los Rucastle van a salir esta tarde?
Sí.
¿Hay algún sótano con una buena cerradura?
Sí, la bodega.
Me parece, señorita Hunter, que hasta ahora se ha comportado usted como una mujer valiente y sensata. ¿Se siente capaz de realizar una hazaña más? No se lo pediría si no la considerara una mujer bastante excepcional.
Lo intentaré. ¿De qué se trata?
Mi amigo y yo llegaremos a Copper Beeches a las siete. A esa hora, los Rucastle estarán fuera y Toller, si tenemos suerte, seguirá incapaz. Sólo queda la señora Toller, que podría dar la alarma. Si usted pudiera enviarla a la bodega con cualquier pretexto y luego cerrarla con llave, nos facilitaría inmensamente las cosas.
Lo haré.
¡Excelente! En tal caso, consideremos detenidamente el asunto. Por supuesto, sólo existe una explicación posible. La han llevado a usted allí para suplantar a alguien, y este alguien está prisionero en esa habitación. Hasta aquí, resulta evidente. En cuanto a la identidad de la prisionera, no me cabe duda de que se trata de la hija, la señorita Alice Rucastle si no recuerdo mal, la que le dijeron que se había marchado a América. Está claro que la eligieron a usted porque se parece a ella en la estatura, la figura y el color del cabello. A ella se lo habían cortado, posiblemente con motivo de alguna enfermedad, y, naturalmente, había que sacrificar también el suyo. Por una curiosa casualidad, encontró usted su cabellera. El hombre de la carretera era, sin duda, algún amigo de ella, posiblemente su novio; y al verla a usted, tan parecida a ella y con uno de sus vestidos, quedó convencido, primero por sus risas y luego por su gesto de desprecio, de que la señorita Rucastle era absolutamente feliz y ya no deseaba sus atenciones. Al perro lo sueltan por las noches para impedir que él intente comunicarse con ella. Todo esto está bastante claro. El aspecto más grave del caso es el carácter del niño.
¿Qué demonios tiene que ver eso? exclamé.
Querido Watson: usted mismo, en su práctica médica, está continuamente sacando deducciones sobre las tendencias de los niños, mediante el estudio de los padres. ¿No comprende que el procedimiento inverso es igualmente válido? Con mucha frecuencia he obtenido los primeros indicios fiables sobre el carácter de los padres estudiando a sus hijos. El carácter de este niño es anormalmente cruel, por puro amor a la crueldad, y tanto si lo ha heredado de su sonriente padre, que es lo más probable, como si lo heredó de su madre, no presagia nada bueno para la pobre muchacha que se encuentra en su poder.
Estoy convencida de que tiene usted razón, señor Holmes exclamó nuestra cliente. Me han venido a la cabeza mil detalles que me convencen de que ha dado en el clavo. ¡Oh, no perdamos un instante y vayamos a ayudar a esta pobre mujer!
Debemos actuar con prudencia, porque nos enfrentamos con un hombre muy astuto. No podemos hacer nada hasta las siete. A esa hora estaremos con usted, y no tardaremos mucho en resolver el misterio.
Fieles a nuestra palabra, llegamos a Copper Beeches a las siete en punto, tras dejar nuestro carricoche en un bar del camino. El grupo de hayas, cuyas hojas oscuras brillaban como metal bruñido a la luz del sol poniente, habría bastado para identificar la casa aunque la señorita Hunter no hubiera estado aguardando sonriente en el umbral de la puerta.
¿Lo ha conseguido? preguntó Holmes.
Se oyeron unos fuertes golpes desde algún lugar de los sótanos.
Ésa es la señora Toller desde la bodega dijo la señorita Hunter. Su marido sigue roncando, tirado en la cocina. Aquí están las llaves, que son duplicados de las del señor Ruscastle.
¡Lo ha hecho usted de maravilla! exclamó Holmes con entusiasmo. Indíquenos el camino y pronto veremos el final de este siniestro enredo.
Subimos la escalera, abrimos la puerta, recorrimos un pasillo y nos encontramos ante la puerta atrancada que la señorita Hunter había descrito. Holmes cortó la cuerda y retiró el barrote. A continuación, probó varias llaves en la cerradura, pero no consiguió abrirla. Del interior no llegaba ningún sonido, y la expresión de Holmes se ensombreció ante aquel silencio.
Espero que no hayamos llegado demasiado tarde dijo. Creo, señorita Hunter, que será mejor que no entre con nosotros. Ahora, Watson, arrime el hombro y veamos si podemos abrirnos paso.
Era una puerta vieja y destartalada que cedió a nuestro primer intento. Nos precipitamos juntos en la habitación y la encontramos desierta. No había más muebles que un camastro, una mesita y un cesto de ropa blanca. La claraboya del techo estaba abierta, y la prisionera había desaparecido.
Aquí se ha cometido alguna infamia dijo Holmes. Nuestro amigo adivinó las intenciones de la señorita Hunter y se ha llevado a su víctima a otra parte.
Pero ¿cómo?
Por la claraboya. Ahora veremos cómo se las arregló se izó hasta el tejado. ¡Ah, sí! exclamó. Aquí veo el extremo de una escalera de mano apoyada en el alero. Así es como lo hizo.
Pero eso es imposible dijo la señorita Hunter. La escalera no estaba ahí cuando se marcharon los Rucastle.
Él volvió y se la llevó. Ya le digo que es un tipo astuto y peligroso. No me sorprendería mucho que esos pasos que se oyen por la escalera sean suyos. Creo, Watson, que más vale que tenga preparada su pistola.
Apenas había acabado de pronunciar estas palabras cuando apareció un hombre en la puerta de la habitación, un hombre muy gordo y corpulento con un grueso bastón en la mano. Al verlo, la señorita Hunter soltó un grito y se encogió contra la pared, pero Sherlock Holmes dio un salto adelante y le hizo frente.
¿Dónde está su hija, canalla? dijo.
El gordo miró en torno suyo y después hacia la claraboya abierta.
¡Soy yo quien hace las preguntas! chilló. ¡Ladrones! ¡Espías y ladrones! ¡Pero os he cogido! ¡Os tengo en mi poder! ¡Ya os daré yo! dio media vuelta y corrió escaleras abajo, tan deprisa como pudo.
¡Ha ido por el perro! gritó la señorita Hunter.
Tengo mi revólver dije yo.
Más vale que cerremos la puerta principal gritó Holmes, y todos bajamos corriendo las escaleras.
Apenas habíamos llegado al vestíbulo cuando oímos el ladrido de un perro y a continuación un grito de agonía, junto con un gruñido horrible que causaba espanto escuchar. Un hombre de edad avanzada, con el rostro colorado y las piernas temblorosas, llegó tambaleándose por una puerta lateral.
¡Dios mío! exclamó. ¡Alguien ha soltado al perro, y lleva dos días sin comer! ¡Deprisa, deprisa, o será demasiado tarde!
Holmes y yo nos abalanzamos fuera y doblamos la esquina de la casa, con Toller siguiéndonos los pasos. Allí estaba la enorme y hambrienta fiera, con el hocico hundido en la garganta de Rucastle, que se retorcía en el suelo dando alaridos. Corrí hacia ella y le volé los sesos. Se desplomó con sus blancos y afilados dientes aún clavados en la papada del hombre. Nos costó mucho trabajo separarlos. Llevamos a Rucastle, vivo, pero horriblemente mutilado, a la casa, y lo tendimos sobre el sofá del cuarto de estar. Tras enviar a Toller, que se había despejado de golpe, a que informara a su esposa de lo sucedido, hice lo que pude por aliviar su dolor. Nos encontrábamos todos reunidos en torno al herido cuando se abrió la puerta y entró en la habitación una mujer alta y demacrada.
¡Señora Toller! exclamó la señorita Hunter.
Sí, señorita. El señor Rucastle me sacó de la bodega cuando volvió, antes de subir a por ustedes. ¡Ah, señorita! Es una pena que no me informara usted de sus planes, porque yo podía haberle dicho que se molestaba en vano.
¿Ah, sí? dijo Holmes, mirándola intensamente. Está claro que la señora Toller sabe más del asunto que ninguno de nosotros.
Sí, señor. Sé bastante y estoy dispuesta a contar lo que sé.
Entonces, haga el favor de sentarse y oigámoslo, porque hay varios detalles en los que debo confesar que aún estoy a oscuras.
Pronto se lo aclararé todo dijo ella. Y lo habría hecho antes si hubiera podido salir de la bodega. Si esto pasa a manos de la policía y los jueces, recuerden ustedes que yo fui la única que les ayudó, y que también era amiga de la señorita Alice.
»Nunca fue feliz en casa, la pobre señorita Alice, desde que su padre se volvió a casar. Se la menospreciaba y no se la tenía en cuenta para nada. Pero cuando las cosas se le pusieron verdaderamente mal fue después de conocer al señor Fowler en casa de unos amigos. Por lo que he podido saber, la señorita Alice tenía ciertos derechos propios en el testamento, pero como era tan callada y paciente, nunca dijo una palabra del asunto y lo dejaba todo en manos del señor Rucastle. Él sabía que no tenía nada que temer de ella. Pero en cuanto surgió la posibilidad de que se presentara un marido a reclamar lo que le correspondía por ley, el padre pensó que había llegado el momento de poner fin a la situación. Intentó que ella le firmara un documento autorizándole a disponer de su dinero, tanto si ella se casaba como si no. Cuando ella se negó, él siguió acosándola hasta que la pobre chica enfermó de fiebre cerebral y pasó seis semanas entre la vida y la muerte. Por fin se recuperó, aunque quedó reducida a una sombra de lo que era y con su precioso cabello cortado. Pero aquello no supuso ningún cambio para su joven galán, que se mantuvo tan fiel como pueda serlo un hombre.
Ah dijo Holmes. Creo que lo que ha tenido usted la amabilidad de contarnos aclara bastante el asunto, y que puedo deducir lo que falta. Supongo que entonces el señor Rucastle recurrió al encierro.
Sí, señor.
Y se trajo de Londres a la señorita Hunter para librarse de la desagradable insistencia del señor Fowler.
Así es, señor.
Pero el señor Fowler, perseverante como todo buen marino, puso sitio a la casa, habló con usted y, mediante ciertos argumentos, monetarios o de otro tipo, consiguió convencerla de que sus intereses coincidían con los de usted.
El señor Fowler es un caballero muy galante y generoso dijo la señora Toller tranquilamente.
Y de este modo, se las arregló para que a su marido no le faltara bebida y para que hubiera una escalera preparada en el momento en que sus señores se ausentaran.
Ha acertado; ocurrió tal y como usted lo dice.
Desde luego, le debemos disculpas, señora Toller dijo Holmes. Nos ha aclarado sin lugar a dudas todo lo que nos tenía desconcertados. Aquí llegan el médico y la señora Rucastle. Creo, Watson, que lo mejor será que acompañemos a la señorita Hunter de regreso a Winchester, ya que me parece que nuestro locus stand es bastante discutible en estos momentos.
Y así quedó resuelto el misterio de la siniestra casa con las hayas cobrizas frente a la puerta. El señor Rucastle sobrevivió, pero quedó destrozado para siempre, y sólo se mantiene vivo gracias a los cuidados de su devota esposa. Siguen viviendo con sus viejos criados, que probablemente saben tanto sobre el pasado de Rucastle que a éste le resulta difícil despedirlos. El señor Fowler y la señorita Rucastle se casaron en Southampton con una licencia especial al día siguiente de su fuga, y en la actualidad él ocupa un cargo oficial en la isla Mauricio. En cuanto a la señorita Violet Hunter, mi amigo Holmes, con gran desilusión por mi parte, no manifestó más interés por ella en cuanto la joven dejó de constituir el centro de uno de sus problemas. En la actualidad dirige una escuela privada en Walsall, donde creo que ha obtenido un considerable éxito.
«Poned a Urías frente a lo más reñido de la batalla y retiraos de detrás de él para que sea herido y muera.»
2 Samuel 11, 15
Una noche de verano, pocos meses después de casarme, estaba sentado ante mi chimenea, fumando una última pipa y dando cabezadas sobre una novela, pues mi jornada de trabajo había sido agotadora. Mi esposa había subido ya, y el ruido al cerrarse con llave la puerta de entrada, un rato antes, me indicó que también los sirvientes se habían retirado. Había abandonado mi asiento y estaba vaciando la ceniza de mi pipa, cuando oí de pronto un campanillazo. Miré el reloj. Eran las doce menos cuarto. A una hora tan tardía no podía tratarse de un visitante. Un paciente, desde luego, y posiblemente toda la noche en vela. Torciendo el gesto, me dirigí al recibidor y abrí la puerta. Con gran asombro por mi parte, era Sherlock Holmes quien se encontraba en la entrada. Vaya, Watson dijo, ya esperaba yo llegar a tiempo para encontrarle todavía levantado. Adelante, por favor, mi querido amigo. ¡Parece sorprendido y no me extraña! ¡Y aliviado también, diria yo! ¡Hum! ¿O sea que todavía fuma aquella mezcla Arcadia de sus tiempos de soltero? Esta ceniza esponjosa en su chaqueta es inconfundible. Es fácil observar que estaba usted acostumbrado a vestir uniforme, Watson; nunca se le podrá tomar por un paisano de pura raza mientras conserve el hábito de guardar el pañuelo en su manga. ¿Puede darme alojamiento por esta noche? Con mucho gusto. Me dijo que tenía una habitación individual para soltero, y veo que en este momento no hay ningún visitante varón. Así lo proclaman los ganchos para sombreros en su perchero. Me complacerá mucho que se quede. Gracias. Llenaré, pues, un colgador vacante. Lamento ver que ha tenido un operario británico en casa. Los envía el demonio. ¿No sería un problema de desagúes, espero? No, el gas. ¡Ah! Ha dejado dos marcas de clavos de su bota en su linóleo, precisamente allí donde da la luz. No, gracias, he cenado algo en Waterloo, pero gustosamente fumaré una pipa con usted. Le ofrecí mi bolsa de tabaco y él se sentó frente a mí; durante un rato fumé en silencio. Yo sabía perfectamente que sólo un asunto de importancia podía haberle traído a mi casa a semejante hora, de modo que esperé con paciencia que decidiera abordarlo. Veo que en estos momentos está muy ocupado profesionalmente comentó, dirigiéndome una mirada penetrante. Sí, he tenido un día atareado contesté. Tal vez a usted le parezca una necedad añadí, pero de hecho no sé cómo lo ha podido deducir. Holmes se rió para sus adentros. Tengo la ventaja de conocer sus costumbres, mi querido Watson dijo. Cuando su ronda es breve va usted a pie, y cuando es larga toma un coche de alquiler. Ya que percibo que sus botas, aunque usadas, nada tienen de sucias, no me cabe duda de que últimamente su trabajo ha justificado tomar el coche. ¡xcelente! exclame. Elemental, querido Watson dijo él. Es uno de aquellos casos en los que quien razona puede producir un efecto que le parece notable a su interlocutor, porque a éste se le ha escapado el pequeño detalle que es la base de la deducción. Lo mismo cabe decir, mi buen amigo, sobre el efecto de algunos de esos pequeños relatos suyos, que es totalmente el de un espejismo, puesto que depende del hecho de que usted retiene entre sus manos ciertos factores del problema que nunca le son impartidos al lector. Ahora bien, en este momento me encuentro en la misma situación de estos lectores, pues tengo en esta mano varios cabos de uno de los casos más extraños que nunca hayan llenado de perplejidad el cerebro de un hombre, y sin embargo me faltan uno o dos que son necesarios para completar mi teoría. ¡Pero los tendré, Watson, los tendré! Sus ojos centellearon y un leve rubor se extendió por sus flacas mejillas. Por un instante, se alzó el velo ante su naturaleza viva y entusiasta, pero sólo por un instante. Cuando le miré de nuevo, su cara había adoptado otra vez aquella impasibilidad de indio pielroja que había movido a tantos a mirarle como una maquina y no como un hombre. El problema presenta rasgos interesantes dijo; puedo decir que incluso características excepcionales muy interesantes. Ya he examinado el asunto y he llegado, según creo, cerca de la solución. Si pudiera usted acompañarme en esta última etapa, me prestarla un servicio más que considerable. Me encantaría. ¿Podría ir mañana a Aldershot? No dudo de que Jackson me sustituirá en mi consulta. Muy bien. Deseo salir de Waterloo en el tren de las once diez. Lo cual me da tiempo de sobra. Pues entonces, si no tiene demasiado sueño, le haré un esbozo de lo que ha ocurrido y de lo que queda por hacen. Tenía sueño antes de llegar usted. Ahora estoy perfectamente despejado. Resumiré la historia tanto como sea posible sin omitir nada que pueda ser vital para el caso. Es concebible que usted haya leído incluso alguna referencia al mismo. Es el supuesto asesinato del coronel Barclay, de los Royal Mallows, en Aldershot, lo que estoy investigando. No he oído nada al respecto. Es que todavía no ha despertado una gran atención, excepto localmente. Son hechos que sólo cuentan con un par de días. Brevemente, son los siguientes: »Como usted sabe, el Royal Mallows es uno de los regimientos irlandeses más famosos en el ejército británico. Hizo proezas tanto en Crimea como durante el motín de los cipayos y, desde entonces, se ha distinguido en todas las ocasiones posibles. Hasta el lunes por la noche lo mandaba James Barclay, un valiente veterano que comenzó como soldado raso y fue ascendido a suboficial por su bravura en tiempos del motín. Llegaría a mandar el mismo regimiento en el que en otro tiempo él había llevado un mosquete. »El coronel Barclay se casó en la época en que era sargento, y su esposa, cuyo nombre de soltera era Nancy Devoy, era hija de un antiguo sargento del mismo regimiento. Hubo por tanto, como puede imaginar, alguna leve fricción social cuando la joven pareja, pues jóvenes eran aún, se encontró en su nuevo ambiente. No obstante, parece ser que se adaptaron con rapidez y, según tengo entendido, la señora Barclay siempre fue tan popular entre las damas del regimiento como lo era su marido entre sus colegas oficiales. Añadiré que era una mujer de gran belleza y que incluso ahora, cuando lleva más de treinta años casada, todavía presenta una espléndida apariencia. »Todo indica que la vida familiar del coronel Barclay fue tan feliz como regular. El mayor Murphy, al que debo la mayor parte de mis datos, me asegura que nunca oyó que existiera la menor diferencia entre la pareja. En conjunto, él piensa que la devoción de Barclay a su esposa era mayor que la que su esposa sintiera por él. Barclay se sentía muy intranquilo si se apartaba del lado de ella por un día. Ella, en cambio, aunque afectuosa y fiel, no revelaba un cariño tan avasallador. Pero los dos eran considerados en el regimiento como el mejor modelo de una pareja de mediana edad. No había absolutamente nada en sus relaciones mutuas que anunciara a la gente la tragedia que iba a producirse más tarde. »Al parecer, el coronel Barclay presentaba algunos rasgos singulares en su carácter. En su talante usual, era un viejo soldado animoso y jovial, pero había ocasiones en que daba la impresión de ser capaz de mostranse considerablemente violento y vindicativo. Sin embargo, por lo que parece, este aspecto de su naturaleza jamás se había vuelto contra su esposa. Otro hecho que había llamado la atención del mayor Murphy, así como de tres de los otros cinco oficiales con los que hablé, era el singular tipo de depresión que a veces le acometía. Tal como lo expresó el mayor, a menudo la sonrisa se borraba de sus labios, como si lo hiciera una mano invisible, cuando se estaba sumando a las bromas y el regocijo en la mesa de los oficiales. Durante varios días, cuando este humor se apoderaba de él, permanecía sumido en el más profundo abatimiento. Esto y un cierto toque de superstición eran los únicos rasgos inusuales que, en su manera de ser, habían observado sus hermanos de armas. Esta última peculiaridad asumía la forma de una repugnancia respecto a quedarse solo, especialmente después de oscurecido, y este detalle pueril en una personalidad tan conspicuamente varonil habla suscitado comentarios y conjeturas. »El primer batallón de los Royal Mallows, el antiguo 117, lleva varios años estacionado en Aldershot. Los oficiales casados viven fuera de los cuarteles y, durante todo este tiempo, el coronel había ocupado una villa llamada Lachine, a cosa de media milla del Campamento Norte. La casa se alza en terreno propio, pero su ala oeste no se halla a más de treinta yardas de la carretera principal. Un lacayo y dos camareras constituyen la servidumbre. Ellos, junto con sus señores, eran los únicos ocupantes de Lachine, ya que los Barclay no tenían hijos, y no era usual en ellos tener visitantes instalados. Pasemos ahora a lo sucedido en Lachine entre las nueve y las diez del pasado lunes. » Al parecer, la señora Barclay pertenecía a la iglesia católica romana y se había interesado vivamente por la creación del Gremio de San Jorge, formado en conexión con la capilla de Watt Street, con la finalidad de suministrar ropas usadas a los pobres. Aquella noche, a las ocho, había tenido lugar una reunión del Gremio, y la señora Barclay había cenado apresuradamente a fin de llegar puntual a la misma. Al salir de su casa, el cochero la oyó dirigir una observación de tipo corriente a su marido, y asegurarle que no tardaría en volver. Llamó después a la señorita Mornison, una joven que vive en la villa contigua, y fueron las dos juntas a la reunión. Ésta duró cuarenta minutos y, a las nueve y cuarto, la señora Barclay regresó a su casa, después de dejar a la señorita Mornison ante la puerta de la suya, al pasar. »Hay en Lachine una habitación que se utiliza como sala de estar por la mañana. Da a la carretera, y una gran puerta cristalera de hojas plegables se abre desde ella sobre el césped.
Este se extiende a lo largo de unas treinta yardas, y sólo lo separa de la carretera un muro bajo rematado por una barandilla de hierro. En esta habitación entró la señora Barclay al regresar. Las cortinas no estaban corridas, ya que rara vez se utilizaba aquella sala por la noche, pero la propia señora Barclay encendió la lámpara y después tocó la campanilla, para pedir a Jane Stewart, la primera camarera, que le sirviera una taza de té, cosa que era más bien contraria a sus hábitos usuales. El coronel había estado sentado en el comedor, pero al oír que su esposa ya había regresado, se reunió con ella en la sala mencionada. El cochero le vio atravesar el vestíbulo y entrar en ella. Nunca más se le volvería a ver con vida. »El té que ella había pedido le fue subido al cabo de diez minutos, pero la sirvienta, al acercarse a la puerta, oyó, sorprendida, las voces de su señor y su señora entregados a un furioso altercado. Llamó, sin recibir respuesta alguna, e incluso hizo girar el pomo de la puerta, pero resultó que ésta estaba cerrada pon el interior. Como es natural, bajó corriendo para advertir a la cocinera, y las dos mujeres, acompañadas por el lacayo, subieron al vestíbulo y escucharon la disputa que proseguía con la misma violencia. Todos coinciden en que sólo se oían dos voces, la de Barclay y la de su mujer. Las frases emitidas por Barclay eran breves y expresadas con voz queda, de modo que ninguna de ellas les resultaba audible a los que escuchaban tras la puerta. Las de la señora, en cambio, eran más cortantes y, cuando alzaba la voz, se oían perfectamente. «Eres un cobarde!», le repetía una y otra vez. «¿Qué podemos hacer ahora? ¿Qué podemos hacer ahora? ¡Devuélveme la vida! ¡No quiero volver a respirar nunca más el mismo aire que tú! ¡Cobarde! ¡Cobarde!» Esto eran fragmentos de la conversación de ella, que terminaron con un grito repentino y espantoso proferido por la voz del hombre, junto con el ruido de una caída y un penetrante chillido de la mujer. Convencido de que habla ocurrido alguna tragedia, el cochero se abalanzó hacia la puerta y trató de forzarla, mientras del interior brotaba un grito tras otro. No le fue posible, sin embargo, abrirla, y las sirvientas estaban demasiado acongojadas por el miedo para poder prestarle alguna ayuda. Pero entonces se le ocurrió súbitamente una idea y cruzó corriendo la puerta del vestíbulo y salió a la extensión de césped, sobre la que se abría la gran puerta cristalera de hojas plegables. Un lado de éstas estaba abierto, cosa según creo usual en verano, y sin dificultad pudo entrar en la habitación. Su señora había dejado de gritar y estaba echada, sin conocimiento, en un sofá, en tanto que, con los pies sobre el costado de una butaca y la cabeza en el suelo, cerca del ángulo del guardafuegos, yacía el infortunado militar, muerto y en medio de un charco de su propia sangre. »Naturalmente, el primer pensamiento del cochero, al descubrir que nada podía hacer por su amo, fue el de abrir la puerta, pero entonces se presentó una dificultad tan singular como inesperada. La llave no se encontraba en la parte interior de la puerta, y no fue posible encontrarla en parte alguna de la habitación. Por consiguiente, volvió a salir por la ventana y regresó tras haber conseguido la ayuda de un policía y de un medico. La señora, contra la cual se alzaron lógicamente las más intensas sospechas, fue trasladada a su dormitorio todavía en un estado de insensibilidad. El cadáver del coronel fue colocado entonces sobre el sofá y se procedió a un examen cuidadoso del escenario de la tragedia. »Se comprobó que la herida infligida al infortunado veterano era un corte desigual, de unos cuatro dedos de longitud, en la parte posterior de la cabeza, que indudablemente había sido causado por un golpe violento asestado con un instrumento contundente. Tampoco fue difícil deducir cuál pudo haber sido esta arma. En el suelo y cerca del cadáver había una curiosa rnaza de madera dura tallada, con un mango de hueso. El coronel poseía una variada colección de armas traídas de los diferentes paises en los que habla luchado, y la policia conjetura que esta maza figuraba entre sus trofeos. Los sirvientes niegan haberla visto antes, pero entre las numerosas curiosidades que hay en la casa es posible que les hubiera pasado por alto. Nada más de importancia descubrió la policia en la habitación, salvo el hecho inexplicable de que ni en la persona de la señora Barclay ni sobre la víctima ni en parte alguna de la habitación se encontró la llave perdida. Finalmente, la puerta tuvo que abrirla un cerrajero de Aldershot. »Asi estaban las cosas, Watson, cuando el lunes por la mañana me trasladé a Aldershot, a petición del mayor Murphy, para respaldar los esfuerzos de la policia. Pienso que reconocerá que el problema ofrecía ya su interés, pero mis observaciones pronto me hicieron comprender que era en realidad mucho más extraordinario que todo cuanto pudiera aparentar a primera vista. »Antes de examinar la habitación, interrogué a los sirvientes, pero sólo conseguí obtener los hechos que ya he explicado. Otro detalle interesante fue el que recordó la camarera Jane Stewart. Como ya le he dicho, al oír los ecos de la disputa bajó y regresó con los otros criados. Dice que en la primera ocasión, cuando ella estaba sola, las voces de su señor y de su señora eran tan bajas que apenas pudo oir nada, y juzgó por sus tonos, más bien que por sus palabras, que había una seria desavenencia entre ellos. Sin embargo, al insistir yo en mis preguntas, recordó haber oído el nombre «David», pronunciado dos veces por la dama. Este punto tiene la mayor importancia para orientarnos respecto al motivo de la súbita pelea. Recordará que el nombre del coronel era James. »Habia algo en el caso que causó profunda impre-ión tanto a los sirvientes como a la policía. Hablo de la deformación en la cara del coronel. Según su relato, había quedado grabada en ella la expresión de miedo y horror más tremenda que pueda asumir una faz humana. Esto, claro está, encajaba perfectamente con la teoría de la policía, en el caso de que el coronel hubiera podido ver a su esposa en el momento de efectuar ésta un ataque mortífero contra él. Y contra esto no representaba una objeción fatal el hecho de tener la herida en la parte posterior de la cabeza, ya que pudo haberse vuelto para evitar el golpe. No era posible obener información alguna de la señora, ya que ésta se mostraba temporalmente desequilibrada a consecuencia de un agudo ataque de fiebre cerebral. »Supe por la policía que la señorita Mornison, que, como recordará, salió aquella noche con la señora Barclay, negaba tener la menor idea acerca de lo que había causado el malhumor de su compañera al volver. »Una vez reunidos estos hechos, Watson, fumé varias pipas mientras meditaba sobre ellos, tratando de separar los que eran cruciales de otros que eran meramente incidentales. No cabía la menor duda de que el punto más distintivo y sugestivo en el caso era la desaparición de la llave de la puerta. Un registro a fondo no había permitido encontrarla en la habitación y, por consiguiente, hablan de habérsela llevado. Pero ni el coronel ni la esposa del coronel pudieron apoderarse de ella. Esto quedaba bien claro. Por consiguiente, tenía que haber entrado en la habitación una tercera persona. Y esta tercera persona sólo pudo haber entrado por la ventana. Me pareció que un examen cuidadoso de la habitación y del césped podían revelar alguna traza del misterioso individuo. Usted ya conoce mis métodos, Watson, y no hubo ni uno solo de ellos que yo dejara de aplicar en mi búsqueda. Y ésta concluyó al encontrar yo trazas, pero muy diferentes de las que había esperado. Había habido un hombre en la sala, y este hombre había cruzado el césped, procedente de la carretera. Me fue posible obtener cinco impresiones muy claras de las huellas de sus pies: una en la misma carretera, en el punto donde había escalado el muro bajo, dos en el césped y otras dos, muy débiles, en las tablas enceradas cercanas a la ventana por la que entró. Al parecer, había corrido por el césped, pues las huellas del dedo gordo eran mucho más profundas que las de los talones. Pero no fue el hombre el que me sorprendió, sino su acompañante. ¿Su acompañante? Holmes extrajo de su bolsillo una hoja grande de papel plegada y la desdobló cuidadosamente sobre su rodilla. ¿Qué me dice de esto? preguntó. El papel estaba cubierto por dibujos de huellas de patas de un animal pequeño. Tenía cinco almohadillas bien marcadas y una indicación de uñas largas, y toda la huella mostraba más o menos el tamaño de una cucharilla de postre. Es un perro dije. ¿Ha oído hablar alguna vez de un perro que trepe por una cortina? Encontré señales bien claras de que esta criatura lo había hecho. ¿Un mono, pues? Pero ésta no es la huella de un mono. ~De qué puede ser, pues? Ni perro, ni gato, ni mono, ni criatura alguna con la que nosotros estemos familiarizados. He tratado de reconstruirla a partir de las mediciones. He aquí cuatro huellas en las que el animal ha estado inmóvil y de pie. Como puede ver, no hay menos de quince pulgadas entre la pata delantera y la trasera. Añada a esto la longitud del cuello y de la cabeza, y tendrá una bestezuela de no mucho menos de dos pies de longitud... probablemente más, si existe una cola. Pero observe ahora esta otra medición. El animal se ha estado moviendo y tenemos la longitud de su paso. En cada caso es tan sólo de unas tres pulgadas. Como ve, existe una indicación de un cuerpo largo con unas patas muy cortas unidas a él. No ha tenido la consideración de dejar una muestra de su pelo tras de sí, pero su forma general ha de ser la que he indicado, puede trepar por una cortina y es carnívoro.
¿Cómo lo deduce? Porque trepó por la cortina. En la ventana colgaba una jaula con un canario; parece ser que su objetivo era apoderarse del pájaro. ¿Qué era, entonces, este animal? Ah, si pudiera darle un nombre habría avanzado un buen trecho hacia la solución del caso. Bien mirado, se trata probablemente de alguna criatura de la tribu de las comadrejas o los armiños y, sin embargo, es más grande que todos los ejemplares de estas especies que yo haya visto jamás. Pero ¿qué tuvo que ver con el crimen? Esto también queda oscuro. Pero, como observará, sabemos que hubo un hombre en el camino, presenciando la disputa entre los Barclay, puesto que había luz en la habitación y las cortinas no estaban corridas. Sabemos también que corrió a través del césped, entró en la habitación acompañado por un animal extraño, y que, o bien golpeó al coronel, o éste se desplomó a causa del tremendo susto que le causó su visión y se partió la cabeza en la esquina del guardafuegos. Finalmente, tenemos el curioso hecho de que el intruso se llevó la llave al marcharse. Parece como si sus descubrimientos hubieran dejado el asunto más oscuro de lo que ya estaba -observe. Así es. Indudablemente, han demostrado que el caso es mucho más profundo de lo que se conjeturó al principio. Medité detenidamente la cuestión y llegué a la conclusión de que debo enfocar el caso desde otro aspecto. Pero de hecho, Watson, le estoy manteniendo levantado y puedo contarle perfectamente todo esto en nuestro viaje de mañana a Aldershot. Gracias, pero ha llegado demasiado lejos para detenerse ahora. Yo tenía la certeza de que, cuando la señora Barclay salió de su casa a las siete y media, estaba en buena relación con su marido. Como creo haber dicho ya, nunca mostraba de forma ostentosa su afecto, pero el cochero la oyó departir amistosamente con el coronel. Ahora bien, la misma certeza tuve de que, al regresar, se retiró inmediatamente a la habitación en que menos probabilidades tenía de ver a su esposo, y allí pidió té, como era propio de una mujer presa de agitación. Y finalmente, al presentarse él, prorrumpió en violentas recriminaciones. »Por consiguiente, algo había ocurrido entre las siete y media y las nueve, algo que alteró por completo los sentimientos de ella respecto a él. Pero la señorita Mornison no se había separado de ella durante esta hora y media, y era absolutamente seguro por tanto, a pesar de su negativa, que algo tenía que saber ella respecto al asunto. »Mi primera conjetura fue la posibilidad de que entre esta joven y el veterano militar existiera alguna relación que éste hubiera confesado ahora a su esposa. Esto explicaría la indignación de ésta a su regreso y también la negativa de la joven en lo tocante a que hubiera ocurrido algo. Tampoco era del todo incompatible con la mayoría de palabras que pudieron oírse. Pero existía la referencia a un tal David y también el contrapeso del bien sabido afecto del coronel por su mujer, ello sin hablar de la trágica intrusión de este otro hombre que, desde luego, bien podía estar totalmente desvinculada de todo lo ocurrido antes. No resultaba nada fácil seguirlo todo paso a paso, pero en conjunto yo me sentía inclinado a descartar la idea de que hubiera habido algo entre el coronel y la señorita Mornison, pero cada vez estaba más convencido de que esta joven tenía la clave de lo que provocó el odio de la señora Barclay contra su marido. Por consiguiente, tomé la lógica medida de visitar a la señorita Mornison, explicarle que tenía la absoluta certeza de que ella retenía datos que obraban en su poder y asegurarle que su amiga la señora Barclay podía verse en el banquillo, con peligro de una sentencia capital, a no ser que se aclarase la cuestión. »La señorita Mornison es una jovencita pequeña, con ojos tímidos y rubios cabellos, pero a la que no le faltan, ni mucho menos, astucia y sentido común. Después de hablar yo, reflexionó durante algún tiempo y acto seguido, volviéndose resueltamente hacia mí, comenzó una notable declaración, que procedo a condensarle. »Prometí a mi amiga no decir nada al respecto, y una promesa es una promesa dijo. Pero si de veras puedo ayudarla cuando se encuentra bajo una acusación tan grave, y cuando su boca, pobrecita, se ve cerrada por la enfermedad, creo que estoy liberada de mi promesa. Yo le diré exactamente lo que ocurrió el lunes por la tarde. »Regresábamos a la misión de Watt Street a eso de las ocho y cuarto. En nuestro camino teníamos que pasar por Hudson Street, que es una calle muy tranquila. Sólo hay un farol en ella, en la acera izquierda, y al acercarnos a él, vi venir hacia nosotros un hombre con la espalda muy encorvada y con algo semejante a una caja colgada de un hombro. Parecía deforme, pues caminaba con la cabeza gacha y las rodillas dobladas. Al cruzarnos con él, levantó la cara para mirarnos bajo el círculo de luz que proyectaba el farol; al hacerlo se detuvo y gritó con una voz terrible: «¡Dios mío, pero si es Nancy!» La señora Barclay se volvió con una palidez total y se hubiera caído de no haberla sostenido aquel ser de tan horrendo aspecto. Me disponía a llamar a un guardia, cuando ella, con gran sorpresa por mi parte, dirigió educadamente la palabra al hombre. »Durante estos treinta años te he creído muerto, Henry le dijo con voz temblorosa. »Y yo contestó él. »Fue terrible oír el tono con el que pronunció estas palabras. Tenía un rostro muy moreno y tremebundo, y un brillo en los ojos que todavía vuelvo a ver en sueños. Cabellos y patillas estaban entreverados de gris, y tenía toda la cara arrugada y llena de surcos, como una manzana marchita. »Sigue un rato tu camino, querida me dijo la señora Barclay. Quiero hablar un momento con este hombre. No hay nada que temer. »Trataba de hablar con naturalidad, pero estaba todavía mortalmente pálida y el temblor de sus labios apenas le permitía articular las palabras. »Hice lo que ella me pedía y los dos hablaron durante varios minutos. Después ella bajó por la calle con los ojos llameantes. Vi que el pobre inválido, de pie junto al farol, alzaba los puños cerrados en el aire, como si la rabia le hubiera enloquecido. Ella no dijo ni palabra hasta que llegamos a mi puerta, pero entonces me estrechó la mano y me rogó que no contara a nadie lo ocurrido. »Es un antiguo amigo mío que ha reaparecido -me dijo. »Cuando le prometí que por mí no se sabría ni una palabra, me besó y ya no he vuelto a verla desde entonces. Le acabo de contar toda la verdad, y si me la callé ante la policía fue porque no comprendí entonces el peligro en que se encontraba mi querida amiga. Ahora sé que sólo puede redundar en su favor el que se sepa todo. »Tal fue su declaración, Watson, y para mí, como podrá imaginar, fue como una luz en una noche oscura. Todo lo que antes habla estado desconectado empezó en seguida a asumir su verdadero lugar, y tuve una primera y vaga idea de toda la secuencia de acontecimientos. Mi próximo paso consistía, evidentemente, en hallar al hombre que había causado una impresión tan notable en la señora Barclay. Si todavía se encontraba en Aldershot, la cuestión no sería tan difícil. No hay un número muy elevado de civiles y un hombre deformado forzosamente había de llamar la atención. Pasé un día buscando y, al atardecer, aquel mismo atardecer, Watson, ya había dado con él. »El hombre se llama Henry Wood y vive en una habitación de la misma calle en la que le encontraron las dos mujeres. Lleva sólo cinco días en la población. Simulando ser un agente del registro, tuve una interesante conversación con su patrona. El hombre ejerce el oficio de actor y prestidigitador. Una vez caida la noche, va de una cantina a otra y ofrece en ellas su pequeño espectáculo. Lleva consigo, en aquella caja, un animalillo que a la patrona parece causarle una considerable inquietud, ya que nunca ha visto un animal semejante. Él lo utiliza en algunos de sus trucos, según cuenta ella. Esto fue lo que pudo explicarme la mujer, así como también que era muy extraño que el hombre viviera teniendo en cuenta lo muy retorcido que estaba, que hablaba a veces en una lengua extraña y que en las dos últimas noches le había oído gemir y llorar en su habitación. Era buen pagador, pero en lo que le entregó le dio lo que parecía ser un florín falso. Me lo enseñó, Watson, y era una rupia india. »Y ahora, mi querido amigo, ya ve usted exactamente dónde nos encontramos y por qué quiero tenerle a mi lado. Está perfectamente claro que, cuando las damas se alejaron de ese hombre, él las siguió a distancia, que presenció a través de la ventana la disputa entre marido y mujer, que irrumpió en la habitación y que el animalillo que llevaba en la caja quedó en libertad. Todo esto ofrece la mayor certeza. Pero él es la única persona de este mundo que puede decirnos exactamente lo que sucedió en aquella habitación. ¿Y tiene la intención de preguntárselo a él? Desde luego... pero en presencia de un testigo. ¿Y yo soy el testigo? Si tiene esa bondad. Si él puede explicar lo sucedido, pues muy bien. Y si se niega, no tendremos más alternativa que la de pedir un mandamiento. ¿Y cómo sabe que él estará allí cuando nosotros lleguemos? Tenga la seguridad de que he tomado algunas precauciones. He puesto a vigilarle a uno de mis chicos de Baker Street, que se agarraría a él como una lapa fuera adonde fuera. Mañana lo encontraremos en Hudson Street, Watson, y entretanto yo sí que sería un criminal si le mantuviera alejado de la cama por más tiempo. Era mediodía cuando nos encontramos en la escena de la tragedia y, bajo la orientación de mi compañero, nos dirigimos sin pérdida de tiempo a Hudson Street. A pesar de su capacidad para contener sus emociones, pude ver fácilmente que Holmes se encontraba en un estado de excitación contenida, mientras a mi me cosquilleaba aquella sensación placentera, mitad deportiva mitad intelectual, que experimentaba invariablemente cuando me unía a él en sus investigaciones. Esta es la calle dijo al enfilar un corto pasaje flanqueado por sencillas casas de dos plantas y obra vista. Ah, ahí está Simpson, que viene a dar el parte. Está en casa, señor Holmes exclamó un rapaz con aspecto de pillete, corriendo hacia nosotros. ¡Muy bien, Simpson! aprobó Holmes, dándole una palmadita en la cabeza. Adelante, Watson, ésta es la casa. Hizo pasar su tarjeta, junto con el mensaje de que habíamos acudido por un asunto importante. Unos momentos después nos encontramos cara a cara con el hombre que deseábamos ver. A pesar del tiempo caluroso, estaba agazapado frente a un fuego; la pequeña habitación parecía un horno. El hombre estaba sentado, todo él retorcido y acurrucado en una silla, de un modo que proporcionaba una indescriptible impresión de deformidad, pero el rostro que volvio hacia nosotros, aunque arrugado y atezado, debió de haber sido en otro tiempo notable por su belleza. Nos miró suspicazmente con ojos de un amarillo bilioso y, sin hablar, ni levantarse, nos indicó un par de sillas. ¿El señor Henry Wood, últimamente residente en la India, verdad? preguntó Holmes afablemente-. He venido por ese asuntillo de la muerte del coronel Barclay. ¿Y qué puedo saber yo al respecto? Esto es lo que he venido a averiguar. ¿Supongo que sabe usted que, si no se aclara el caso, la señora Barclay, que es una antigua amiga suya, será juzgada, según todas las probabilidades, por asesinato?
El hombre experimentó un violento sobresalto. Yo no sé quién es usted exclamó, ni cómo ha llegado a saber lo que sabe, pero juraría que es verdad lo que me está diciendo? Sólo esperan que ella recupere el sentido para proceder a su arresto. ¡Dios mío! ¿Y ustedes también son de la policía? -No. ¿Cuál es, pues, su misión? Es misión de todo hombre procurar que se haga justicia. Puede aceptar mi palabra de que ella es inocente. ~Entonces usted es culpable? No, no lo soy. ¿Quién mató, pues, al coronel James Barclay? Fue la Providencia justiciera quien le mató. Pero le aseguro que, si yo le hubiera hecho saltar la tapa de los sesos, como ansiaba hacer, no habría recibido de mis manos más que lo debido. Si su conciencia culpable no lo hubiera fulminado, es más que probable que yo me hubiera manchado con su sangre. Usted desea que yo cuente lo ocurrido. Pues bien, no veo por que no debiera hacerlo, pues nada hay en ello que deba avergonzarme. »Las cosas ocurrieron así, señor. Usted me ve ahora con mi espalda como la de un camello y mis costillas deformadas, pero hubo un tiempo en que el cabo Henry Wood era el hombre más apuesto del 117 de Infantería. Nos encontrábamos entonces en la India,acantonados en un lugar al que llamaremos Bhurtee. Barclay, el que murió el otro día, era sargento en la misma compañía, y la beldad del regimiento, y además la mejor chica que haya existido jamás, era Nancy Devoy, hija del sargento abanderado. Había dos hombres que la amaban y uno al que amaba ella. Ustedes sonreirán al mirar a este pobre ser acurrucado ante el fuego y oírme decir que me amaba por lo bien plantado que era yo. »Pero aunque yo fuese dueño de su corazón, su padre estaba empeñado en que se casara con Barclay. Yo era un muchacho algo atolondrado y tarambana, y él había recibido una educación y ya estaba destinado a llevar un día espada. Pero la chica se mantuvo fiel a mí y parecía como si yo fuera a conseguirla, cuando se produjo la rebelión de los cipayos y se desencadenó el infierno en todo el país. »Nuestro regimiento quedó bloqueado en Bhurtee con media batería de artillería, una compañía de sikhs y numerosos civiles, entre ellos mujeres. Nos rodeaban diez mil rebeldes, mostrándose tan ávidos como una jauría de terriers alrededor de una jaula de ratas. Hacia la segunda semana del asedio, se nos terminó el agua y surgió la cuestión de si podíamos establecer comunicación con la columna del general Neill, que estaba avanzando por la región. Era nuestra única posibilidad, ya que no podíamos esperar abrirnos paso peleando, con todas aquellas mujeres y niños, por lo que me ofrecí voluntario para ir al encuentro del general Neill y explicarle el peligro que corríamos. Mi ofrecimiento fue aceptado y hablé de él con el sargento Barclay, del que se decía que conocía el terreno mejor que nadie, y trazó una ruta que me permitiría atravesar las lineas rebeldes. A las diez de aquella misma noche, comencé mi expedición. Había un millar de vidas que salvar, pero sólo en una pensaba yo cuando por la noche salté desde el parapeto. »Mi camino discurría a lo largo de un terreno seco que, según esperábamos, había de ocultarme ante los centinelas enemigos, pero al doblar un ángulo del mismo me encontré frente a seis de ellos que me estaban esperando agazapados en la oscuridad. En un instante, un golpe me atontó y fui atado de pies y manos. Pero el verdadero golpe lo recibí en el corazón y no en la cabeza, pues cuando volví en mí y escuché lo que pude entender de su conversación, oí lo suficiente para enterarme de que mi camarada, el mismo hombre que había trazado el camino que yo había de seguir, me había traicionado y, por medio de un sirviente nativo, me había entregado al enemigo. »Bien, no es necesario que divague sobre esta parte de la historia. Ya sabe ahora de que era capaz James Barclay. Bhurtee fue liberada por Neill el día siguiente, pero los rebeldes se me llevaron con ellos en su retirada. Pasaron largos años antes de que yo volviera a ver un rostro blanco. Fui torturado y traté de huir, pero fui capturado y torturado de nuevo. Pueden ustedes ver en qué estado quedé. Algunos de los rebeldes, que huyeron a Nepal, se me llevaron consigo, y después me encontré más allá de Darjeeling. Los montañeses de esta región mataron a los rebeldes que me mantenían prisionero y, por un tiempo, me convertí en su esclavo hasta que me escapé, pero en vez de ir hacia el sur tuve que ir al norte, hasta encontrarme con los afganos. Allí vagabundeé varios años, y al final regresé al Punjab, donde vivi casi siempre entre nativos y me gané la vida con los trucos de prestidigitación que había aprendido. ¿De qué iba a servirme a mí, un pobre inválido, volver a Inglaterra, o darme a conocer entre mis antiguos camaradas de armas? Ni siquiera mi deseo de venganza podía impulsarme a hacerlo. Prefería que Nancy y mis compañeros pensaran que Henry Wood había muerto con la espalda enhiesta, en vez de que me vieran vivo y moviéndome con ayuda de un baston, como un chimpancé. Ellos no dudaban de que yo había muerto, y me cuidé de que nunca supieran otra cosa. Oí que Barclay se había casado con Nancy y que ascendía rápidamente en el regimiento, pero ni siquiera esto me movió a hablar. »Pero cuando uno envejece, le asalta la nostalgia de su patria. Durante años yo había soñado con los verdes y espléndidos prados y setos de Inglaterra. Finalmente, decidí verlos antes de morir; ahorré lo suficiente para el viaje y me vine entonces aquí, un lugar de soldados, pues yo conozco sus aficiones y sé cómo divertirlos con ello gano lo bastante para sustentarme. Su narración no puede ser más interesante dijo Holmes. Ya he oído hablar de su encuentro con la señora Barclay y su mutua identificación. Según tengo entendido, entonces usted la siguió hasta su casa y vio a través de la ventana un altercado entre ella y su esposo, durante el cual ella le echó en cara su conducta con usted. Sus sentimientos le dominaron, atravesó corriendo el césped e irrumpió allí donde estaban los dos. Así fue, señor. Y al verme a mí, él asumió una expresión como nunca se la he visto a ningún hombre y se cayó, dándose un golpe en la cabeza contra el guardafuegos. Pero ya estaba muerto antes de caerse. Leí la muerte en su cara tan claramente como ahora puedo leer ese texto a la luz del fuego. La mera visión de mi persona fue como una bala que atravesara su corazón culpable. ¿Y entonces? Nancy se desmayó y yo le arranqué de la mano la llave de la puerta, con la intención de abrirla y pedir auxilio. Pero mientras lo hacia, me pareció mejor dejarlo y huir, ya que las cosas podían ponerse negras para mí. Por otra parte, si me detenían mi secreto quedaría al descubierto. En mis prisas, metí la llave en mi bolsillo y dejé caer mi bastón mientras daba caza a Teddy, que se había subido a la cortina. Una vez lo tuve en su caja, de la que había escapado, me alejé de allí con toda la rapidez posible. ¿Quién es Teddy? El hombre se inclinó y alzó la parte frontal de una especie de conejera que había en un rincón. Al ins-tante salió de ella un bellísimo animal de color castaño rojizo, esbelto y sinuoso, con patas de armiño, un hocico largo y delgado, y el par de ojos más hermosos que nunca hubiera visto yo en la cabeza de un animal. ¿Es una mangosta! grité. Algunos lo llaman así y otros lo llaman icneumón dijo el hombre. Cazador de serpientes es el nombre que le doy yo, y es sorprendentemente rápido con las cobras. Aquí tengo una sin colmillos, y Teddy la captura cada noche para divertir a los clientes de la cantina. ¿Alguna cosa más, caballero? Tal vez tengamos que verle de nuevo si la señora Barclay llegara a encontrarse en un grave aprieto. En este caso, desde luego, yo me presentaría. Pero si no es así, no hay necesidad de suscitar este escándalo contra un hombre que ya está muerto, por vergonzoso que haya sido su comportamiento. Tiene usted, al menos, la satisfacción de saber que, durante treinta años de su vida, su conciencia siempre le reprochó su malvada conducta severamente. Ah, allí va el mayor Murphy, por el otro lado de la calle. Adiós, Wood. Quiero saber si ha ocurrido algo nuevo desde ayer. Tuvimos tiempo para alcanzar al mayor antes de que llegase a la esquina. Ah, Holmes dijo, supongo que se habrá enterado de que todo este jaleo ha terminado en nada. -¿Qué ha sido, pues? Acaba de terminar la diligencia judicial. Las pruebas médicas han demostrado concluyentemente que la muerte fue debida a una apoplejía. Ya ve que, después de todo, fue un caso bien sencillo. Ya lo creo, notablemente superficial repuso Holmes, sonriendo. Vamos, Watson, no creo que en Aldershot se nos necesite ya. Hay una cosa dije mientras nos encaminábamos a la estación. Si el marido se llamaba James y el otro Henry, ¿a qué venía hablar de un tal David? Esta sola palabra, mi estimado Watson, hubiera tenido que contarme toda la historia de haber sido yo el razonador ideal que a usted tanto le agrada describir. Era, evidentemente, un término usado como reproche. ~Como reproche? Sí. Ya sabe usted que, de vez en cuando, David se extralimitaba un poco; en una ocasión lo hizo en el mismo sentido que el sargento Barclay. Usted recordará el asuntillo de Urías y Betsabé. Mucho me temo que mis conocimientos bíblicos estén un poco oxidados, pero encontrará esta historia en el primer o segundo libro de Samuel. FIN
TU NO PUEDES Escribir nuevos temas TU NO PUEDES Responder a los temas TU NO PUEDES Editar tus propios mensajes TU NO PUEDES Borrar tus propios mensajes