El presidenteEl presidente se despertó sobresaltado. Había tenido una pesadilla horrible y la angustia se reflejaba en su rostro. Era medianoche y ya no pudo conciliar el sueño. El día amaneció turbio al igual que su ánimo. Salió al jardín para cerciorarse de que todo estaba en orden. Mientras desayunaba recordó las inquietantes imágenes del sueño: hombres sobre los cristales del ventanal de su dormitorio reptaban hacia el tejado. Desayunó sin apetito y paso el día intranquilo; aquellas escenas, aunque difusas no podía quitárselas de la cabeza. Pasó a su despacho y el servicio de comunicación le puso al corriente de los últimos incidentes del día anterior: señor presidente, los despedidos de las empresas en crisis ocuparon algunas calles de la capital; tuvimos que emplear la fuerza para disuadirlos. Los enfrentamientos se han saldado con treinta muertos y cien heridos; todos ellos manifestantes. El presidente hizo una llamada telefónica y dio instrucciones al máximo responsable del Ministerio de Seguridad Nacional: hay que terminar con las protestas callejeras; hagan lo que sea necesario, no dan buena imagen, ordenó el presidente. Durante las noches siguientes durmió más tranquilo, aunque el sosiego sólo fue transitorio. Una semana volvió a irrumpir la tenebrosa pesadilla. En esa ocasión, los hombres trepadores eran muchos más y también había mujeres y niños. Se despertó temblando. Llamó a seguridad para decirles que una muchedumbre trataba de ocupar la residencia presidencial. Se rastrearon todos los rincones de la mansión, los anexos del servicio, pero no encontraron nada que despertase sospechas. Ese día había que tratar asuntos internacionales y fue requerida la presencia del Consejo de los Trece, máximo organismo económico y político sobre dichos asuntos. Las relaciones que mantenían con diversos países hacían necesarias medidas urgentes para mantener los acuerdos sobre cooperación. El presidente pidió información sobre los últimos acontecimientos de esos países: señor presidente, la situación aconseja acabar con los focos de violencia de Aquí y de Allá; no sólo por nuestra seguridad sino por la de nuestros aliados, dijo el Secretario de Estado: no se anden con remilgos. Mano dura. No podemos consentir disturbios que pongan en peligro la paz lograda con tanto esfuerzo, contestó el presidente. Aquella noche estaba dispuesto a dormir a pierna suelta y pidió un somnífero. Descansó de un tirón y sin nada que enturbiase sus sueños, aunque se despertó con un extraño sobrecogimiento: algo parecía flotar en el ambiente que hacía más espeso el aire. Llamó a su médico y le contó aquella sensación. Éste no le dio mayor importancia, aunque le suministró un tranquilizante para calmar su inquietud. Durante los próximos días, el país gozó de tranquilidad absoluta. Las revueltas estudiantiles habían sido abatidas, las protestas de los parados se habían combatido con una ley de vagos y maleantes, y las calles se iban vaciando a la vez que las cárceles se llenaban de desempleados y de todo aquel que diese muestras de inconformismo. Tuvieron que dotar al país de mayor número de prisiones. Mantener la tranquilidad en las calles es lo más importante, había aconsejado el Consejo de los Trece. Las relaciones para mantener el comercio de Aquí y de Allá se hicieron difíciles porque las poblaciones de esos países se iban tornando levantiscas. Dichos gobiernos pidieron ayuda al presidente para mantener el orden y éste mandó fuerzas de ayuda y ocupación. Aquella medida se saldó con treinta mil muertos, cincuenta mil heridos y otros tantos desaparecidos. La noticia llegó a los pocos días y el Consejo se reunió de nuevo. No podemos retroceder, dijeron de forma unánime. Esa noche, el presidente durmió desasosegado. Al día siguiente le dieron un nuevo parte en donde se leía que se habían dado nuevos disturbios en Allá y que éstos habían arrojado un saldo de cinco mil muertos. Esa noche volvió a soñar con hombres trepadores, pero en esa ocasión fue mucho más horripilante; toda la residencia presidencial, incluido el jardín, estaba ocupada por humanos vestidos de negro. Tan juntos estaban que parecían un solo cuerpo reptando por suelos y paredes hacia el tejado de la residencia. Se despertó gritando y empapado de un sudor viscoso y frío. Llamó a seguridad y ésta registró, minuciosamente, la mansión, pero después de varias horas de intensa búsqueda no encontraron nada sospechoso. Cuando el médico dictaminó que el presidente sufría ansiedad, se ordenó hacer una encuesta para comprobar el grado de popularidad del presidente de Tolón. Las encuestas anunciaron que la mitad de la población estaba descontenta con la política del gobierno. El presidente mandó investigar a delincuentes habituales, estudiantes habladores y demás personas sospechosas. Los Servicios de Inteligencia le dieron el parte: señor presidente, la mitad de la población es díscola: ampliemos las cárceles si es necesario; no quiero disidentes, contestó el presidente sin bacilar. Cuando se enteró de que las cárceles se habían convertido en un polvorín, que los motines eran cada vez más frecuentes y que los guardianes eran incapaces de mantener el orden, volvió a soñar con hombres trepadores. Lentamente, multitud de personas subían lamiendo el aire. Llamó al servicio, pero nadie acudió. Intentó dar las luces, pero no se encendieron. Fuera, una muchedumbre humana se agolpaba; sus caras eran horribles: estaban cubiertas de sangre y desgarradas. Un olor insoportable penetraba por las rendijas de las puertas y las ventanas impidiéndole respirar. Entonces se dio cuenta. ¡Eran muertos! Estaban por todas partes. A pesar de la oscuridad, pudo percibir que del jardín parecían brotar más cuerpos. Cadáveres que intentaban tragarse la mansión. Le faltaba el aire y el horror le impedía abrir la ventana. A duras penas, intentó dar unos pasos hacia la puerta, pero antes de llegar a ella, el pomo comenzó a moverse. El pórtico se fue abriendo lentamente mientras un grito desgarrado salió de su garganta. Después, un silencio sepulcral se adueñó de la residencia presidencial. Eran las ocho de la mañana cuando encontraron al presidente. Estaba tendido en el suelo, junto a la cama y con los ojos espantados. Los Servicios de Seguridad pidieron refuerzos para acordonar la zona y registrar la mansión. No encontraron nada sospechoso, aunque un putrefacto hedor inundaba la residencia. Una noticia escueta de los servicios informativos dio la noticia: el presidente ha muerto esta mañana, en extrañas circunstancias, en su residencia. Este cuento forma parte del libro, El grito |
El niño GazatíCuando Izzeldin se despertó, solo recordaba el ruido aterrador de las bombas, de las ametralladoras, los aviones de combate en sus vuelos rasantes amedrentantes, y la gente tratando de huir desesperadamente hacia todas partes. Estaba solo, sus seres queridos no estaban. Sus padres y hermanos no estaban. A sus seis años, quería estar con ellos Se reconoció en un hospital y su mente se fue a pensar en sus padres y en sus hermanos, donde estarían, que estarían haciendo, tal vez escapando y huyendo de los bombardeos y de las ametralladoras. Se dio cuenta de que el dolor de una pierna iba creciendo y se iba agudizando por momentos, pensó en gritar y que viniera alguien, una enfermera o un médico, que le explicaran porque ese dolor. Poco a poco fue recuperando la fuerza para el movimiento en sus brazos, y con las dos manos se destapó para ver su pierna, con la sorpresa de que no la tenía. Tenía un muñón. Saber quién eres, es vital, porque permitirá saber quiénes son tus padres, ayudarte a que os reunáis, si están vivos. Tendrás una identidad Se echo a llorar y el pánico se apoderó de él. ¿Dónde estarían sus padres y sus hermanos? Tal vez pensaba, huyendo de las matanzas por los bombardeos, o tal vez habían sido asesinados por las bombas y ametralladoras. Cuando vio pasar a un médico, casi gritando, le preguntó que por favor que le dijera que le había pasado. El médico se paró junto a él un rato, tomándose un tiempo, para decirle:
El niño se quedo muy pensativo, como si no supiera nada de él. Solo quería ver a sus padres e ir a jugar con sus hermanos.
Izzeldin no comprendía nada de lo que le estaba diciendo el médico, y este le dijo:
Se fue el doctor, e Izzeldin cayó en un estado de shock post traumático. No podía soportar la incertidumbre que se le planteaba. Le daban ganas de morderse y arrancarse la carne de las manos, de tirarse de los pelos y de gritar desesperadamente. Llegaron dos enfermeras que le pusieron un sedante y le hicieron una cura a su muñón. Se quedó profundamente dormido. El cansancio acumulado por el estrés tremendo mantenido durante las horas de vigía era excesivo. La poca entrada de electricidad, alimentos, agua y combustible al hospital, era otra capa de sufrimiento a la catástrofe existente a la que se enfrentaban las familias de Gaza. |
Los maléficos del averno se reúnen Cristo en el limbo de Hieronymus Bosch. Cuando Lucrecio el Gato llegó a la sala de reuniones, y vio a los presentes congregados, se dirigió con rapidez a la silla contigua a la de Befredo, en uno de los laterales de la mesa. Trató de evitar así, la cercanía con Mixcoatil que iba a presidir la reunión, y pidió disculpas a los presentes por el retraso, alegando que había ido a tomar un baño refrescante a unas termas precolombinas, cercanas a una averno aldea, próxima al subsuelo de la ciudad de Puebla. Vio a Gilberto, que observaba la escena mudo, sin decir nada. Mientras el resto de demonios esperaban a que Lucrecio se sentase, un camarero pasó varias veces con una bandeja, ofreciendo rajitas de chiles jalapeños, tacos de huitlacoche y de cochinita pibil, chiles en nogada, y otros manjares. Como nadie le respondió, pero todos lo observaban con fijeza, Lucrecio comentó a modo de justificación que el calor en el burgo averno era insoportable, y todavía de pie, llamó a un asistente, para que le trajera una bebida refrescante, al tiempo que se quejó del olor a azufre, especialmente fuerte ese día dijo, alargando su mano para tomar unas rajitas de jalapeños, de la bandeja. Llevamos más de una hora y media esperándote. Le dijo Mixcoatil, mirándolo a los ojos y con cara de pocos amigos. Lo siento, fue lo único que acertó a decir el Gato. Ya he pedido disculpas. La próxima vez que se te convoque a una reunión y pienses llegar tarde, búscate una excusa más convincente, o tendrás serios problemas, continuó con su discurso. Se hizo un tenso silencio en la sala, en el que nadie se atrevió a moverse y hasta el camarero se quedó inmóvil. Lucrecio, vio entonces que también en el centro de la mesa había varias bandejas con platos que contenían viandas exquisitas, y preguntó qué se celebraba con tanto boato, y adelantó su mano para hacerse con un taco de huitlacoche, acción que fue impedida con rapidez por un manotazo del presidente de la reunión. Mixcoatil, que había pasado mucho tiempo en otros avernos Mexicas, por lo que se le consideraba muy viajado, y su opinión valorada y respetada, le dijo enfadado: El calor que hace no es para tanto. En esta época del año, comienzo del invierno, el averno es un lugar bastante agradable y confortable para vivir y para la próxima reunión asiste con la puntualidad requerida y respeta el tiempo del resto de los demonios convocados. Y continuó: «Y no toques nada de las bandejas del centro de la mesa». Lucrecio, en silencio, cogió una silla, no sin antes haber recogido su cola con mucho cuidado para no pisársela con las patas de la misma, y proteger el extremo en forma de triángulo conocido como vértice, que era una parte muy sensible. Cualquier posible pisotón, podría resultar muy doloroso. Por esta razón, cada vez que se sentaba, empleaba mucho tiempo y lo hacía con mucha precaución. Tómate tu tiempo. Le dijo Mixcoatil, con sorna. Lucrecio, bajito y delgado, cuando por fin se sentó, con sus piernecillas colgándole del asiento, como si fuera un niño, no se atrevió a responderle. Lo llamaban el Gato, porque su cara tenía un cierto parecido con la de un felino, aunque sin pelo, y su piel estaba enrojecida como si hubiera tomado el sol durante mucho tiempo. Otros decían que su apodo le venía por su afición a correr detrás de las gatas en las misiones que con anterioridad había desarrollado en su labor de posesión demoníaca en la tierra, y que lo habían llevado a poner en peligro diversos viajes. Pero por otra parte, su opinión era muy valorada, por la claridad de sus planteamientos y de las estrategias a seguir en cada caso. Además era muy intuitivo, y rápido de pensamiento. Procedía de una familia de maléficos humilde, pero muy respetada y querida de un burgo averno próximo a Puebla. Otro de los malignos que había sido convocado, era Befredo el Oscuro, sentado al lado de Lucrecio, y que desempeñaba el papel de notario, pues sabía leer y escribir, no solo en náhuatl, sino en varias lenguas muertas propias de la época de la demolición de la torre de Babel, a los clásicos de la demonología. Escuchó las disculpas y las explicaciones del Gato, con paciencia mexicana, y le recriminó con cara de muy pocos amigos la larga espera y que su retraso constaría en las actas de la reunión. El Oscuro, era apodado así, por lo espeso de sus cejas, que apenas le dejaban ver para escribir, y por la negrura del color de su piel, que lo hacían indetectable cuando alguien se lo cruzaba por los pasillos infernales, especialmente en las noches oscuras, y también cuando las calderas estaban apagadas. Pero oír, sí oía, pues tenía unas grandes orejas que por una parte eran despegadas de su cabeza, como las de un soplillo, y por otra, eran extremadamente alargadas y terminadas en punta, que le conferían una gran agudeza auditiva. El Gato, después de escuchar la invectiva de don Befredo por su tardanza, a modo de defensa le replicó: Ese peluquín que te has puesto no te favorece, Oscuro, le replicó en tono burlesco. No va con el color de tu piel. Befredo lo miró con odio, pero no dijo nada, ya tendría tiempo de devolvérsela. Padecía de una alopecia que lo hacía sufrir mucho, pues dejaba al descubierto una cabeza en exceso grande, y que con el calor del infierno se tornaba grasienta, por lo que se sentía inseguro en el trato con las diablas, en las reuniones sociales donde a éstas se les permitía el acceso. Por lo que trataba de disimular su calvicie poniéndose diversos bisoñés. Befredo era originario de una familia con un historial belicoso en la lucha por el poder de algunos burgo avernos próximos a Oaxaca. Cuando el asistente le trajo al Gato por fin su bebida refrescante, la mirada de Persefeo, otro de los asistentes a la reunión junto con su primo Cruciano, se cruzó con la de este, y le dijo: Gato, eres un golfo, y no piensas más que en divertirte y en eludir el poco trabajo que se te encomienda. No tienes amor a tu oficio. Lucrecio evitó su mirada y no dijo nada. Persefeo, junto con su primo Cruciano, dirigían los trabajos de varias de las fraguas del infierno, haciendo encargos de forja y de ebanistería. Estaba muy impaciente por la espera y se llevaba la mano, de forma continua y con nerviosismo, al parche que le tapaba su ojo derecho, que había perdido como consecuencia de mirar por el ojo de una cerradura por donde no debía haber mirado. Cruciano, por su parte, procuraba no moverse en la silla, pues tenía un pie ortopédico, que soportaba una gran calza de fundición de hierro, diseñada para permitirle el giro del pie derecho al caminar sin que se notara que tenía la dirección invertida. El artilugio, que producía un ruido metálico agudo y desagradable, y había sido realizado en la fragua del burgo con la ayuda de otro demonio muy hábil, hacía proferir en blasfemias a don Befredo en diversas lenguas muertas y habladas antes del momento de la confusión de la torre babilónica. Tenemos mucho trabajo que atender. Ambos se quejaron al Gato, y esperamos que esta larga espera no vuelva a suceder. Por el volumen de encargos que tenemos, intuimos que se están preparando una sucesión de asuntos en la tierra de gran alcance, por lo que no tenemos tiempo que perder. Los dos procedían, del burgo averno de Xochimilco, de una familia conservadora y respetada por su larga tradición en el trabajo, y por su dedicación y empeño constante para que todas las misiones en la tierra se llevasen a cabo con éxito. Habían viajado poco, y no tenían alardes de imaginación, pero hacían con corrección su trabajo. Además, estaban emparentados con los Mictlantecuntli, de gran influencia en el Consejo Superior de Demonios. Además, había conocido a muchos de los pecadores que moraban en el averno y estaba muy bien relacionado entre los hombres de negocios dedicados a las pompas fúnebres en la tierra. Aprovechaba cada ocasión que se le brindaba para relacionarse con otros demonios de escalas sociales más altas que la suya, y desarrolló una gran red de información, por lo que ascendió en el escalafón con rapidez, permitiéndosele, primero a prueba, que ascendiese a la tierra, para tentar a los fieles a dios. También estuvo presente en la reunión, el chef jefe de la Escuela Superior de Hostelería del averno Mexica. Tenía un sentido muy acusado del gusto y del olfato que realizaba a través de unos pequeños pelos distribuidos cerca de su bigote, estrecho y pequeño, y que lucía a modo de distinción. Su pómulo izquierdo estaba marcado por profundas quemaduras, sin duda debidas al complicado manejo del fuego de las cocinas del infierno. No era el único caso con tales marcas, pues también otros demonios las habían sufrido en su brazo izquierdo, por razones similares. El gran cocinero, además de conocer la comida autóctona, tenía estudios complementarios en las Escuelas de Hostelería de los avernos de Yucatán y de Oaxaca, y en cuanto a bebidas, había complementado prácticas y estudios, en la región de Jalisco donde se daba el mejor agave azul, y donde elaboraban el mejor tequila y el mejor mezcal. Además, realizaba numerosas catas de estos licores para instruir a los demonios que se querían graduar en este arte. Entre sus aficiones estaba cantar ópera y recitar poemas de tipo libertario contra los dioses. También disfrutaba de la música, y era reconocido por su vasta cultura. Antes de empezar la reunión, Mixcoatil permitió un breve receso a todos los presentes, por si querían ir al baño, después de la larga espera del Gato. También había sido convocado a la reunión, Gilberto, un demonio autodidacta que había iniciado su carrera en la puerta del infierno, sin formación superior. Como era cojo, y no tenía elección, aceptó la humilde tarea de mostrar el cartel de aforo completo, cuando no se deseaba recibir a alguien que tenía pinta de indeseable, con recomendaciones no fiables, o con informes poco claros, pues había pecadores confundidos que querían entrar en el averno, sin haber hecho méritos suficientes, y hombres sencillamente que huían de sus santas esposas, y buscaban un lugar tranquilo donde vivir sin sobresaltos. También los había que querían bajar al infierno a beber y a comer gratis, e igualmente había pecadoras sin historial pecaminoso suficiente, y que por tanto no debían de ser admitidas. Por eso, se les hacía rellenar un formulario para conocer con exactitud, sus aptitudes, sus actitudes, su lista de pecados, y su tendencia al arrepentimiento. Gilberto hizo un estupendo trabajo, plagado de éxitos y limpió el infierno de indeseables y de otras gentes de dudoso vivir. Después aceptó el trabajo de recibir y registrar a todos aquellos que no quisieron en los cielos, pasando a la recepción, donde demostró grandes dotes de iniciativa, y una gran inteligencia practica para llevar los libros donde apuntaba las propiedades que aportaban, la localización de las mismas en la tierra, así como su valoración ponderada y actualizada a las divisas convertibles del averno. El trabajo de Gilberto fue considerado como magnifico por sus superiores, por lo que se le concedió una beca para que acudiese a la escuela nocturna de oratoria, coacción, y otras técnicas coercitivas, donde demostró unas excepcionales capacidades de persuasión. Befredo, entonces, se irguió para levantarse, movió su silla hacia atrás, y con tan mala suerte que le pisó la cola al Gato, quien en un alarido de dolor le gritó que por sus muertos que lo iba a matar. ¡¡¡El peluquín había sido vengado!!! |
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